Recuerdo muy bien aquel día en que me desperté muy temprano en la mañana con la rara sensación de querer cargar la escopeta. Advertía en mí una excepcional necesidad de ello. Me levanté de la cama reflexionando en cómo haría para complacer tan extraña exigencia que me impuse.
Mientras desayunaba no podía apartar de mi mente aquel vago recuerdo que proyectaba una vivida imagen de la última vez que había llevado a cabo tan estupendo acto. Todo estaba fríamente calculado. Ese día tendría que volver a hacerlo. No había vuelta atrás…
Habían pasado cerca de dos horas cuando estaba ultimando los detalles de cómo llevaría a cabo todo, quién sería la víctima, el momento y lugar preciso. Sentía realmente muchas ganas de desahogarme, quitar esas telarañas que tanto me estorbaban, y ¿por qué no? Subirle al televisor para que nadie sospechara cuando se llevara a cabo el soberbio acto.
Ya eran aproximadamente las doce del mediodía, cuando me percaté de mi posible víctima, un hombre de aproximadamente uno con setenta de estatura, de traje formal, con su cabello largo, y una agraciada sonrisa, que me convenció de hacerlo. Caminé muy de cerca de él, disimulando lo que más pude, cuando me decidí a abordarlo. Tuve que hacerlo con mucha precaución, ya que no quería que nada arruinara el que yo pudiese meter el muñequito en la cueva. No, nada dañaría mi plan, ¡iba a darle de comer al monstruo como sea!
Pasó alrededor de media hora, cuando se levantó de la mesa en la que tomaba café; era hora de actuar. Me levanté simultáneamente a él, fingí tropezarme, cuando aquel hombrecillo me sostuvo en sus brazos y sin que se diera cuenta acerqué a su cara el pañuelo bañado en cloroformo. Muy lentamente fue desvaneciéndose, y con mucho cuidado lo llevé al carro. Miré para todos lados cerciorándome de que nadie nos estuviera viendo, y emprendí la marcha. Ya en la oscura bodega acomodada para el ritual, lo aproximé al sitio donde sería ofrendado y me dispuse a vestirme para la ocasión. Empecé a dar el paseíllo, y a comer lentamente, mientras que él reaccionaba suavemente. Sorprendido, pero no angustiado estaba, supuse que ya sabía lo que le esperaba y que lo único que le quedaba por hacer era dejarse dominar por mí. Como él también tenía hambre, decidimos hacer un perrito caliente, y dejarnos llevar por el momento. Cuando de un momento a otro me dijo que tenía muchas ganas de enterrar al mejor amigo, a lo que le respondí Por supuesto, si quieres te ayudó también a meter al preso en la cárcel. En solo un pequeño lapso, cambiamos varias veces el agua a las papas y gratinamos el mollete tantas veces que estábamos a punto de desmayarnos. Habíamos batido el chocolate unas cuantas veces y ya habíamos quedado bien comidos. La ceremonia se había consumado. Recogí las armas, y salí apresuradamente. Su rostro revelaba su pequeña muerte. Y el deseo de volver a ser inmolado.
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