Para Jorge Luis, hacedor.
«La imaginación se había agotado.
Sólo quedaban los objetos, los firmes objetos».
Rafael Cadenas
Por primera vez en mi vida, contando la niñez, la adolescencia, la adultez joven y la adultez madura, me desperté con la certeza de haber soñado algo. Porque, desde que tengo memoria, no recuerdo haber visto u oído jamás alguna cosa al dormir, como aseguran con tanta frecuencia los demás, casi siempre con desparpajo, al día siguiente, sean estos niños o cuerdos, locos o viejos, de aquí o de allá, a sus colegas, compañeros y acompañantes diurnos. Así que, a diferencia del mundo entero, no me siento del mismo planeta de los sueños ni mucho menos de la misma especie que los demás, a lo sumo, y con algo de arrojo, del mismo universo, como todo lo conocido e imaginado por la humanidad, la que duerme despierta, la que vuela sonámbula y la que vive dormida. Es por eso que, desde siempre y gracias a los sueños, más que miedo o cualquier otro sentimiento rumiado tantas veces, siento un tedio sin fondo cada vez que me despierto con la mente completamente en blanco, es decir, a diario. De ahí viene mi apatía con esas adormilantes elucubraciones matutinas de mis compañeros de trabajo de estos últimos años, y ni hablar de las de mis amigos de la adolescencia, que soñaban cosas asquerosas. A esto le sumo el agravante de que estuve en la mayoría de sus sueños, y casi siempre, eso dijeron siempre, sin saber muy bien qué hice o para qué designio oscuro me aparecí por allá, como si se tratara de algo apenas cosmético que existe por pura fortuna y sin una explicación lógica. De hecho, una vez, a lo mejor intentando que cayera en la vieja trampa del espejo invertido, alguien que no era de mi agrado me dijo que había soñado que estábamos juntos, que había soñado que nos besábamos apasionadamente en la oficina y, como un par de posesos irredentos, nos arrancábamos la ropa y copulábamos como dos bestias salvajes, desordenándolo todo a nuestro paso, como si fuéramos un solo ciclón de pasión ciega al que nadie podía controlar, y que luego de la hecatombe trabajábamos sin que nadie se enterara, como si cada quién recién llegara de la cafetera con un café en su mano, tan firme como la versión de sus propios hechos. Me lo dijo con expresión orgásmica, a punto de explotar, logrando todo lo contrario a su cometido, consiguiendo que sintiera más pavor hacia los sueños y, de paso, hacia quienes engatusan a los que todavía creen en la verdad. En múltiples episodios, pero similares a ese, se resume mi vida matutina. Casi toda la oscuridad de mis noches converge en ser testigo de los sueños de otros, sean estos verídicos o no, tengan o no una intención o sean o no una invención. Lo cierto es que siempre, mientras todos cuentan esas hazañas sin metáforas y sin personajes reales, y hasta sin gracia suficiente como para seguirle el hilo hasta el final, suelo sólo oírlos, al final, por físico respeto, y en general por miedo químico. Así pues, ese día, luego de levantarme con la mente llena de colores, quise tener el primer turno para contar lo que había soñado y que todos me escucharan por primera vez, porque podría llegar a ser la única vez. Ese día la respuesta sería diferente cuando me preguntaran, porque siempre que me inquirieron por mis sueños negué con la cabeza y afirmé que nunca sueño algo importante, que mejor cuenten ellos los suyos, que no sé contar historias, que ya casi llega el jefe, que se está enfriando el café o que ya falta poco para nuestra jubilación.
Mientras me bañé pensé que ese día sería el primero de muchos, quizás el único en el que contaría mis sueños en la oficina, pero no por eso el último, y mientras me bañé lo planeé todo. Los reuniría a todos para decirles que al fin soñé algo digno de ser contado, e inventaría, de camino a la oficina, algo espectacular que nadie olvide en lo que le quede de vida. Terminé de vestirme y miré la hora en el reloj de pared de la sala, porque faltaban todavía diez minutos para las seis de la mañana, que era la hora en la que a diario salía de mi casa. Me tomé el café que quedó de la noche anterior de un solo sorbo, frío, porque no era un día cualquiera, y porque en los días especiales poco importan los prejuicios de las temperaturas.
Luego de un rato, en un atasco en el peor tráfico de la mejor ciudad de uno de los peores países del mundo, llegué a la oficina y noté que estaba igual a todos los días, tal vez un tanto más monótona, eso sí, pero qué oficina laboral no es monótona si siempre vamos a pasar un rato allá mientras esperamos a la hora de salida para regresar a la vida. Pero eso fue suficiente para que fuera el lugar perfecto, y necesario para que, a su vez, fuera testigo del primer día de mi nueva vida sin el peso del anonimato en la espalda, del primer relato inédito de mi inexperta vida nocturna. Muy pronto alguien me preguntó por mi cara de felicidad, por ese aire de primera vez, por ese rastro de buena noche. Con todo el orgullo y la entereza que me cabían en el pecho le dije que había soñado algo que les encantaría a todos, y, dirigiéndome al grupo presente en el salón, les dije que se prepararan, que por fin se había terminado esa racha extenuante de sueños insulsos, sin sabor y sin color que no merecieron ser contados, que este había sido diferente, que ya lo verían con todos sus sentidos. Como era inevitable, uno de los espectadores me preguntó qué había soñado. Acto seguido, durante la medida de tiempo más corta que he conocido, viví algo que en mi vida tampoco había visto ni sentido, la tan famosa sensación de la mente en blanco, de la nada como materia hospedada en todo mi ser, para terminar de empeorarlo todo, dueña de su habitación, alguien que no sabía qué hacía ahí. Como por arte de magia, magia negra, por supuesto, todo lo que estaba adentro de mí quedó vacío, no recordé nada de aquel sueño fantástico del que quería hablar, ni siquiera recordé todo lo que había inventado mientras me bañé o durante el atasco de las calles. Como era apenas natural, el pánico llegó, mi mente me jugó la peor de las malas pasadas, no tenía ni el más mínimo indicio de lo que había pasado en mi sueño, todo se había ido sin dejar un rastro para seguir, como si quien estaba ahí, frente a los ávidos, en medio de las hienas, encargado del espectáculo, se hubiera desocupado de repente y no fuera más que un recipiente no reciclable flotando en la inmensidad del océano. Entonces, con el último resquicio de mi cabeza, decidí improvisar, inventar algo porque quería salir ileso de ese pozo sin fondo que es la mente en blanco rodeada de gente lanzándole monedas, pidiendo deseos que ningún dios puede cumplir.
Y por fin empecé.
Dije que había soñado que era alguien sin nombre que soñaba que dentro de su sueño había alguien igual y que esta persona, a su vez, soñaba lo mismo. Y aclaré que era como un cuarto lleno de espejos, pero con la diferencia de que los espejos estaban adentro de la persona que estaba adentro de la habitación. Continué con la aclaración, y dije que había soñado con alguien sin nombre que estaba en su propio sueño soñándose a sí mismo. Ante la petición de claridad sobre lo que contaba, porque alguien me dijo que eso no tenía sentido, respondí que sabía que era confuso, y que ahí era donde se encontraba precisamente el encanto del sueño. Pedí poder aclararlo todo, e intenté explicarlo otra vez. Dije que había soñado que era alguien sin nombre que soñaba que dentro de su sueño había otro alguien igual y que a su vez este alguien soñaba lo mismo, a la persona del sueño soñando con alguien adentro de ella soñando con alguien adentro de ella. Y como vi que todos seguían con la misma expresión de extrañeza, incluso había una de lástima que no pudo disimularse, dije que lo que había soñado era a alguien sin nombre que era la misma persona que tenían en frente, y que estaba en su propio sueño soñándose, y que a aquella persona le sucedía algo igual, y así con todos los demás hacia adentro de la persona hasta llegar a la persona más lejana: alguien cualquiera que soñaba. Argumentando que dije exactamente lo mismo, pero al revés, una de las espectadoras me regañó, me dijo que parecía Cantinflas contradiciéndome mis propias contradicciones. Levanté los brazos para calmar a los desilusionados e intenté contar otra vez el sueño, empezando por alguien, quien contaba ahora mismo eso, que había soñado que alguien lo soñaba y que, mientras estaba en el sueño de alguien más, adentro había otro alguien siendo soñado por esa persona.
El despertador sonó entonces por tercera y última vez. Lo apagué con desaliento, pero un latigazo me sacudió la mente. Soñé algo. Soñé y lo recordaba. Pensé que por fin había algo que les contaría a los de la oficina, porque ellos siempre contaban sus sueños, aunque nadie se los hubiera pedido, aunque ni siquiera hubieran sucedido. Mientras tanto, mi mente, y para siempre, se quedó en blanco.
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