Contemplábamos la crueldad de un inminente fin angustioso. La gran marea de locura moral invadía las pequeñas casas, en los alrededores, en la naturaleza casi extinta y agonizante, mientras que, en una clase de satisfacción, algo estúpida, entre un delirio de grandeza, se regodeaba una sonrisa jadeante entre los ramajes oscuros de la inconciencia humana.
Humanos, demasiados humanos olvidados de sí mismos para darle espacio a la agitación de la sangre empobrecida; del no retorno de los años y de la historia muerta. Nuestros ancestros y un Dios muerto no fueron lo suficiente para hacer olvidar la eterna angustia, esencia de quienes somos… escribía Andrés en una especie de epifanía ansiosa. Se levantó de su escritorio en dónde yacían sus guías revueltas en una fiesta de letras y pensamientos deseosos de ser retratados en la esfera de las oportunidades.
Salió rumbo a la Universidad a encontrarse con sus compañeros con lo que tenía planeado reunirse para hablar sobre los recientes sucesos a nivel nacional. Estaban en un grupo de revolucionarios, amantes de la libertad y la justicia. Chicos con los sueños de un mejor país a flor de piel. Había comentado la profe Ángela.
—Casi que no llega, chino. ¿Se le prendieron las cobijas y no lo dejaron levantarse? –le decía José, compañero de tertulias y tomatas–. ¡Qué va! ¿No ve que la movilidad cada vez está peor? –mirando el reloj añadió- marica, me gasté casi una hora y media llegando. No hay derecho, no hay derecho.
Se acercaron al grupo. Andrés saludó alzando el brazo y empuñando la mano.
—Compañeros, hoy es un gran día para estar reunidos. Colombia nos necesita. Nuestro país está incendiado del fuego más peligroso. Arde de inconsciencia, desigualdad y muerte. Hemos visto morir a los otros, a los nuestros. A lo que únicamente luchaban por ver un mejor país. No fue la muerte repentina quien les arrebató la posibilidad de volver a nacer mediante las palabras, las buenas obras, el amor, la familia; fue el estado el que les cortó la vela de la vida, compañeros.
Alrededor se veían las caras nostálgicas.
—No podemos quedarnos sentados viendo como personas mediocres y corruptas nos entierran en la tierra del desempleo, la escasez, ¡de la violencia! –proclamó Jairo–. No somos la rebelión de los débiles, No, no engendramos más violencia. Nuestras madres todavía nos esperan –finalizó entre palabras ahogadas-.
Todos en el salón se levantaron aplaudiendo en una especie de mar de manos esperanzadas. En ese momento se les acercó la profe Ángela.
—Muchachos, estoy orgullosa de ustedes, los jóvenes serán nuestra lumbre. Tenemos los sueños deshechos, chicos, pero no podemos morir así, no permitamos dejar este mundo sin haber hecho algo –les sonrió y le dio a Andrés una palmada en el hombro.
Ya estaban Andrés y José caminado bajo el cielo plomizo de la ciudad. Entre las calles angostas del centro de la capital, como sigilosos gatos que trepan los techos para mirar de cara a la luna. Apretaban el paso para llegar al bar de Doña Cecilia. Segundo punto de encuentro entre universitarios y bohemios con ojos melancólicos, testigos del paso del tiempo y de la historia que se repite en los libros de textos y en las aulas de clase como discursos comprados con sangre que debe reproducirse en las heridas abiertas. Allí estaban reunidos como dolientes del nocturno, repitiendo incesantemente palabras que reflejan la existencia angustiosa, los dolores de la vida disipados con el humo del cigarrillo y los mareos del vino.
Al día siguiente, al levantarse para desayunar, Andrés fue interceptado por su tía que, con su acostumbrada mirada inquisidora, refunfuñaba –no está haciendo nada con su vida, Andrés, mire, dese cuenta que eso de estar tirando piedra y además rayando las paredes de la ciudad no era una cosa de un chico de bien. Mijo, eso mejor dedíquese a trabajar para ayudarle a su mamita que bien jodida si está. ¿No ha visto lo caro que está todo? –agregó en un tono imperativo–. Ay, tía, lo tendré en cuenta –dijo Andrés esbozando una sonrisa fingida.
—Pero, mijo, es verdad. ¿No ha visto cómo me va de bien a mí con tu primo? Es que ese muchacho es una bendición. Y como somos bien trabajadores no nos falta nada en casa y pues ahí estamos bien de salud. Es que mijo, –añadió– ser policía es una de las profesiones más honorables. Es que son la autoridad, mijo.
Andrés se limitaba a observar las facciones deformadas de su tía – ¿No le da pesar con su mamá? Concluyó–. Sí tía, me da pesar. Y diciendo esto le dio la espalda, cogió su mochila y salió.
Caminando hacia el sitio de encuentro, Andrés elucubraba sobre lo dicho por su tía. En realidad, sí me da pesar mamá, me da pesar que tenga que romperse el lomo en un país que no valora nada ni a nadie. Me da pesar verla tan deteriorada por el estrés de vivir en un país acostumbrado al dolor ajeno. Y ahora, para más piedra, teníamos suficiente con el virus de la corrupción y la indiferencia y vivir con otro que mata, pero no por su letalidad, sino, por la precaria situación del sistema de salud. Andrés miraba entretenido los grandes y coloridos edificios del centro de la ciudad. Respiraba olores que venían de todas partes y a la vez de ningún lado. Olores a diversidad, a cultura, a camaradería, olor a una la ilusión; olor dulce y fresco. Describía su entorno a cada paso regalado al asfalto de la anaranjada ciudad.
Llegó al lugar de encuentro y solo vislumbraba caras preocupadas. Se le acercó Jairo tocándole el hombro. –Parce, la lucha continúa. Vamos a paro. Vamos a exorcizar los fantasmas de Colombia y liberarla de una buena vez por todas de ese deporte nacional que es la muerte. “¡Debemos ir más allá de nuestra conciencia y desatar la revolución!” –se escuchó gritar a uno de las personas que tomaban la palabra en ese momento.
José se acercó al grupo –Mi chinito, estoy muy feliz. Vamos a hacer algo por mejorar nuestra situación: una sociedad cada vez más corrompida, más inhumana, donde el factor dinero prevalece por encima de la solidaridad –tenía los ojos aguados y una lágrima alcanzó a escapar de su alma esperanzada. Andrés solo atinó a decirle –comparto su felicidad. Yo también quiero hacer algo por acabar con estas miserias.
Los días posteriores fueron días de marchas artísticas. Sonidos bestiales y alegres nacían de los tambores que orquestaban a los marchantes que reflejaban la bandera en sus corazones. Eran como llamas de fuego vivo. Se veían banderas ondeadas al unísono del viento en una especie de ritmo poético. Andrés escuchó como unas pocas personas que caminaban al lado de la marcha gritaban – ¡Dejen de joder! Así no se solucionan las cosas. ¡Partida de vagos, estudien!
A José le causaron gracia esas palabras, pero a él y algunos marchantes, les acumulaba de tristeza. Jairo recitó una frase que alguna vez leyó en un libro de Saramago pienso que todos estamos ciegos. Somos ciegos que podemos ver y no mirar. Estaba cabizbajo. La gente le robaba las expectativas, lo sueños, la vida.
Ya en casa, Andrés saludó a su madre. La abrazó y le dio un gran beso en la frente. La notó preocupada.
– ¿Qué pasó, mamita?
–Mijo, su tía… –decía entre palabras angustiadas– su tía, su tía –repetía. Está en espera de una UCI, le dio Covid mijo. Y parece que está muy grave. Por ahí su primo está haciendo lo posible, pero al parecer le están negando la atención. Andrés recordó las palabras que hace unos días le había dicho su tía. Y pensar que creía que un poco de dinero iba servir de algo para poder arrastrar la miserable vida del egoísta e injusto, se dijo.
–Es que mamita –prosiguió– no quiero sonar mal, pero la tía ve al Estado como ese amante que le tira un pedazo de pan y cree que la ama– La mamá de Andrés lo miró con una ternura que solo podía salir de los ojos de una madre–. Mamita, si no pensamos en los problemas de los demás y solo nos importan los propios, dígame, ¿eso cómo se llama? Eso es egoísmo, desidia por el otro. ¿Y es que acaso no vivimos en una sociedad? No vemos al otro como igual, sino, como al que debemos derrotar, acabar y pisotear y no, así no es, mamá. ¿Dónde queda la otredad? ¿Dónde queda el amor, la entrega, la fraternidad? –mientras hablaba, Andrés notó más acabada a su madre. El hambre los martirizaba. Apretó los puños, se le llenaron los ojos de lágrimas– cómo puede ser que, en un país como este, con tantos recursos, de hermosos paisajes, de variedades, de colores. ¿Por qué la diferencia nos separa? –añadía con la voz entrecortada. No se sentía bien. Quería dejar de ser un desamparado y romper con el círculo vicioso de una nación rota y enferma de hambre y miseria-Mamá, gracias por darme la alegría de nacer en Colombia, de ser parte de esta generación e inculcarme los valores que me hacen ser el hombre que soy. Dispuesto a dar la batalla– concluyó. Ya no estaban tan solos en medio de las sombras de la iniquidad.
Al día siguiente se reunió Andrés con unos compañeros de clase y Lucía. Los ojos de Andrés brillaban al ver a Lucía, que se sentó a su lado recostándose en su hombro. Él la sentía como una mujer tierna, llena de energía y juventud. La adoraba y su rostro le brindaba un sin fin de probabilidades.
–Andrés, ¿me recitas un poema?– preguntó ella con una mirada de niña atrapada en los años. Él sintió el perfume de ella. Se recostaron un poco más y la sintió tan cercana. Su hálito le daba vida. Lucía le dió un profundo beso en la mejilla y Andrés le comentó que el poema era de Fernando Soto Aparicio.
“la paz es una casa iluminada
Donde los niños juegan a la vida
La paz es una lámpara encendida
Más permanente que la madrugada
Hay paz en una huerta florecida
Y en una sementera fecundada
La paz está en el cielo desplegada
Y está dentro del agua diluida
La paz camina cuando caminamos
Y espera con nosotros si esperamos
Y si hablamos la paz es nuestra voz
Hagamos de la paz riego fecundo
La paz es un abrazo para el mundo
Bendigamos la paz; la paz es de Dios”.
Pronunciaba las últimas palabras del poema cuando se escuchó un fuerte estallido a las afueras del campus.
–¡Marica!– gritó José. –Afuera hay desmanes. Hay desplegado un grupo muy grande del ESMAD. Están atacando a todos los que estén a su paso– Andrés y Lucía no entendían lo que pasaba. Jairo se les acercó sudando y temblando.
–Estaban unos chicos compartiendo y pintando en la plazoleta. Llegaron los tombos y comenzaron a atacar porque sí, parce, ¡porque sí! Pasado un tiempo se dispersó la fuerza policial y los jóvenes pudieron volver a respirar.
Sonó el celular.
–Mijo mijo, vengase pa’ la casa ya. Su tía se murió. Ay, que tristeza tan grande mijo, que desgracia– decía, entre sollozos. Apretó el paso y llegó a la casa. Estaban reunidos algunos familiares y miró a lo lejos a su primo. Tenía los ojos muy rojos e hinchados. Le dolía el alma. El televisor estaba prendido vomitando noticias sobre la ocupación de camas en el país. Luego entrevistaron a un profesional de salud mental, decía que han aumentado los casos de depresión y estrés. Luego volvían a decir los presentadores “Colombia ha tenido en esta semana la tasa más alta de mortalidad en casos Covid” y finalizaban con las noticias del entrenamiento. En este país solo somos cifras, pensó Andrés. Abrazó a su mamá, le dio el pésame a su primo y subió a su habitación.
Esa noche, Andrés escribió poemas dedicados a Colombia. La exaltaba, la personificaba como una mujer; la más bella y guerrera latinoamericana. Sonreía a ratos a evocar a Lucía y sentía que ardía en su interior la llama de la revolución.
Una semana después, Andrés llamó muy temprano a los compañeros para dar las últimas indicaciones que se debían tener para que las marchas salieran bien. Estaban preparadas todas las manifestaciones artísticas y culturales para ser escuchados como un pueblo vivo. Tenía las palabras de la rebelión saltando deseosas de ser escuchadas. Necesitando hacerse materia de cambio. Andrés, José y Lucía se encontraron en el punto principal. Lucía iba a ser una de las fotógrafas de la marcha.
Comenzaron a avanzar y solo se vislumbraba regocijo, sed insatisfecha de justicia, compañerismo por un lado y por el otro. Se escuchaban cánticos que bailaban al tiempo que los cuerpos se movían. Andrés no comprendió cómo había llegado la penumbra. De un momento a otro todo fue caos, gritos y humo. Las piedras y los gases lacrimógenos saltaban de un lado a otro buscando en dónde arrebatar la vida. Las voces se habían transformado.
Sintió un fuerte golpe en la espalda. Estaba rodeado por cinco policías los cuales lo botaron al piso. A lo lejos vio cómo se llevaban a rastras a Lucía que pateaba y lloraba pidiendo que la dejaran. Los policías eran como monstruos mitológicos arrastrando los cuerpos. Cuando estaban llevando a Andrés a un sitio cerrado, logró escuchar un fuerte disparo que retumbó en su corazón cansado. –¡Hijueputas, lo mataron!– escuchó a lo lejos. Andrés se sintió más desesperado. Entre los policías lo arrastraron a una especie de bodega oscura y fría. Oía que no estaba solo con ellos. Había por lo menos cuatro protestantes más. A lo lejos escuchó los gritos incesantes de una mujer. Era Lucía. Andrés sintió como convulsionaba su cuerpo. Sentía una agonía dolorosa en su pecho. Se desmayó.
Al abrir sus ojos, solo había silencio. Comenzó a gritar, a llamar desesperadamente a Lucia, pero no hubo respuesta. Solo un policía se le acercó.
–Yo sé que esto no es justo con ustedes. También duele la patria. También nos duele la sangre derramada, los gritos y llantos de gente inocente que solo quieren un cambio. Muchacho, muchos de nosotros los apoyamos, pero no podemos hacer nada. Quien no conoce su historia está condenado a repetirla, a morir por ella. En Colombia no hay nada. No hay alma, no hay amor, solo dolor, rencores y venganzas. Aquí, chino –enfatizó– no hay memoria.
Andrés se levantó llorando y gritó
–No mi hermano, están equivocados, aquí estamos la Colombia con dignidad. La que se levanta a luchar por su pueblo, así nos entierren. ¿Quién carajos se creen para robarnos la ilusión? ¡Por último –gritó empuñando la mano–, somos Colombia! ¡Amo mi país!– El policía que lo acompañaba comenzó a llorar.
–Lo admiro, chino. Ganen la batalla– dijo y lo dejó marchar.
Andrés corría como si estuviese escapando de una fiera hambrienta. Veía todo el caos. Las calles más oscuras que siempre. Sintió ganas de vomitar. Se agachó y vomitó sobre la acera. Se le llenaron los ojos de nostalgia. Su dolor no le permitía derramar lágrimas. Su corazón seguía pidiendo el cambio.
Cayó al suelo tendido en un mar de sangre. Sintió caliente la cabeza. Solo pudo ver a un agente de ESMAD alejándose lentamente. ¡Oh gloria inmarcesible! ¡Oh júbilo inmortal! ¡En surcos de dolores! ¡El bien germina ya! Fue lo último que Andrés escuchó.
Sonya Estupiñan Castro: Aldebaràn
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