El tiempo es la imagen de la eternidad en movimiento.
Platón
A las cuatro de la tarde, cuando el cielo ya descendía lentamente para darle paso a la fría oscuridad de las sombras, Vida Moriatur se dispuso a salir de su diminuta y silenciosa oficina, la que había sido testigo de sus pequeñas muertes diarias que desde hacía más de veinte años la despojaban de su energía y fuerza; premisa que muchos de sus allegados expresaban en un rutinario cotilleo mañanero.
Esa tarde, Vida organizaba su escritorio como de costumbre, recogía algunos papeles que llevaba fielmente al correo todas las tardes al salir, se aferraba a su acompañante de turno, el cual sostenía con fuerza, como si custodiara con su brazo a la vida misma. Tenía el cabello alborotado, un cuerpo consumido por los años y un vestido negro con sutiles rayas azules que hacían juego con sus pequeños zapatos de tacón medio. Vida se dirigió a la estación del metro, absorta en sus pensamientos. Se sentía atormentada, damnificada por la existencia, incómoda por los pasos hacia todas las direcciones y de las voces que la torturaban, aunque ya se había acostumbrado a esas carcajadas que parecían más chillidos de hiena que de seres humanos. Se dispuso a leer su pequeño tesoro mientras distraídamente regresaba al único lugar que creía seguro. Vida se ensimismaba en sus lecturas, sentía las voces, los olores de los personajes que su mente daba vida; a su vez, se le escapaba una risa o una lágrima, todo dependía de su estado de ánimo. Ese día, ella se descubría en el personaje principal, se sentía extraña en su propio cuerpo, como si aquel no fuera su metro acostumbrado, como si aquella no fuera su ciudad, como si estuviese viviendo en otra vida. Sentía, al levantar la vista y ver a la gente siendo dispersada por los gritos de militares, la sentencia de un tiro de gracia; luego, algunos corriendo, otros llorando; cualquiera aferrándose a la existencia absurda. Escuchaba a todo pulmón “Podrán silenciarnos, pero vendrán quienes los derrocarán”. Lentamente estos gritos se iban atenuando hasta apagarse en la memoria de Vida.
Al estar en frente de su casa, se acercó al buzón para revisar facturas o suscripciones a revistas de variedades. Era abril y hacía mucho frío, comenzaba a lloviznar, y el cielo ya se había apagado. Vida se disponía a cerrar su buzón cuando se percató de una carta al fondo.
—¿Una carta? –murmuró. La sacó lentamente. Inspeccionó el sobre, la dirección, lo maltratada que estaba, pero lo que más le llamó la atención fueron los colores que se enredaban entre sí, un verde leve, un amarillo, un negro y un rojo–. Esto es todo un acontecimiento, una carta, una carta, ¿una carta para mí? –pensó.
Mientras abría su puerta, sintió la presencia del perro de su vecina, que se acercaba moviendo la cola como dándole la entrada a su dueña.
—¿Está bien? La vi desde el porche de mi casa y la noté algo aturdida. Estaba usted frente a su buzón, ahí, quieta sin hacer el menor movimiento y pensé que algo andaba mal–. Vida no respondió–. ¿Le sucede algo? –replicó la señora, acariciando a su perro que acababa de echarse a sus pies. Vida solo se limitó a abrir la puerta y a cerrarla lentamente. Dejó caer su bolso y el libro que siempre llevaba bajo el brazo, y sostuvo la carta con fuerza. Respiró profundamente y se dispuso a abrirla. Las letras parecieron fulminar sus ojos, sentía que la quemaban por dentro. Los cerró rápidamente, como si quisiera convencerse de algo. El trazo de la letra que reconoció en su memoria, escarbaba en su pasado. Las líneas dibujaban una dirección, fecha y hora, una frase y una delicada firma. La dirección era su propio hogar, la fecha era en dos días a las seis de la tarde, hora en la que ella siempre llegaba de su trabajo, y la frase que decía “La espero, no falte”. Al revisar la firma, Vida solo pudo distinguir una palabra que se desvanecía por la humedad de la hoja: “Chronos”.
La invadió una sensación desconocida. Se dejó caer lentamente, no entendía lo que esa carta significaba. Sacudía su cabeza de lado a lado, apenas podía contener las lágrimas. “Mi buen esposo, no entiendo qué pasa, ¿qué quieres de mí?”. En su cara se dibujó una expresión anestesiada. Las lágrimas resquebrajaron su piel. Cerró los ojos por un tiempo que para ella pareció interminable. Al dirigir su mirada a lo largo su pasillo, el miedo se fue apoderando de ella, se le hizo interminable. Lloró toda la noche, hasta la madrugada cuando la venció el sueño.
Al despertar, Vida tenía la mirada perdida. Todo a su alrededor era nuevo, al levantarse luego de un rato, abrió las cortinas y sintió que su mundo había cambiado. Había pasado sus últimos veinte años pensando que era una sobreviviente, pero, en el fondo, sentía que su vida había sido su propio desastre. Caminó hacia la sala y notó encima de su comedor de nuevo la carta. Se sintió de nuevo mal. ¿Qué esperaba de la vida? ¿Qué quería hallar? Dios me abandonó hace veinte años y ahora quiere reclamar lo que pretende suyo desde nuestra concepción, piensa ganar en la guerra que tanto tiempo ha batallado con el mal que Él mismo creó, la quimera de la vida no le resultó… Al final lo único que nos queda es la muerte- declamó como si tuviese un púbico en frente, se aclaró la garganta y se sintió con una fuerza y una energía que hace mucho había perdido. Se miró al espejo, vio la huella del tiempo, esas líneas que leves se robustecían y se apoderaban de su rostro, se desconoció, y quiso contemplar en qué se había convertido en los últimos veinte años.
Ese día, Vida no hizo su acostumbrada rutina, se recogió su enmarañado cabello, se puso un viejo vestido colorido, recogió su libro de la mesa, y lo abrazó con tanta fuerza como si lo hubiese rescatado del olvido. Se miró de nuevo al espejo y dibujó una gran sonrisa que le cubría casi toda la cara.
Al salir vislumbró a lo lejos a la vecina y a su perro. Se acercó y, lacónicamente, la saludó con una gran sonrisa en los labios:
—Buenos días, vecina, espero que su día sea espléndido. –Al terminar su saludo, Vida, esbozó una sonrisa triste, melancólica.
—Buenos días, señora Vida –respondió la señora con una mueca y una fingida sonrisa.
Vida leyó en el parque, visitó el mall y comió en un restaurante. Eran cosas que no acostumbraba a hacer desde que perdió a su esposo. Ese día se sintió feliz, el sol que le hería los ojos, ahora parecía la luz que más le maravillaba, el verde de las hojas le daba tranquilidad; también, sus personajes ya no le parecían lúgubres, al abrir de nuevo los ojos veía calma, personas hablando tranquilamente, el sonido de las voces eran música en sus oídos. Al anochecer regresó a su casa, se sentía agotada. Revisó su buzón, no había nada, entró a su casa. Llovía, se preparó un té y se recostó en el sillón a leer. Escuchaba el viento bailar con los árboles, el frío les calentaba los corazones y la oscuridad alumbraba la vida. Esa noche Vida durmió en el sofá.
Al día siguiente, se levantó temprano como de costumbre. No pensaba salir, se sentía ansiosa, se reía sola, hablaba consigo misma como si tuviera la conversación más trascendental y profunda con alguien que la conocía perfectamente. Hablaba de los costos elevados de la comida, de la pobreza, de la desigualdad social, hablaba del amor, del espacio, del tiempo y de cómo en él quedan instaurados todos los días vividos. Se refutaba temas, se sentía graciosa y plena. El último tema que tocó fue la muerte, la reencarnación y el perdón. Comió la torta de chocolate que el médico le había prohibido debido a su deteriorado estado de salud, tomó dos tazas de café oscuro que le elevaba la tensión, bailó al son de los ritmos juveniles, se abrazaba a sí misma y se repetía lo loca que quería estar para ser feliz. De repente, sonó el timbre. Vida tropezó con su propio miedo, levantó la vista al reloj, eran las seis en punto.
Se dirigió lentamente hacia la puerta, la luz se iba apagando, aquella luz se había tragado todo. Vida escuchaba atentamente su respiración, dudó si abrir la puerta. “¿Quién no ha dudado de hacer grandes cosas que quizá cambiarían el rumbo del tiempo y de la vida misma?”. Se preguntó con una risa nerviosa. Pausadamente abrió la puerta, sintió la vida en sus manos. Ahí en frente de ella estaba él, su esposo, que hacía veinte años había muerto en manos de la guerra. Sus manos estaban levantadas hacia ella. Vida, rígida, olvidó el resto de mundo y tocó las manos que hacía veinte años no sentía. En ese instante todo se aclaró, sintió su sangre de nuevo circular por su cuerpo. Se perdieron en un abrazo eterno. En ese eterno retorno.
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