La locura tiene poderosas mezclas. Si haces el bien, cuando mueres el espíritu se eleva como el viento; los fantasmas no intentan cazarte, pero de no hacerlo, los espíritus llegan a volverte loco. Siempre encuentran una manera...
Diario El Tiempo:
En La Jagua, pueblo del departamento del Huila, se encontró el cadáver descuartizado de una mujer de aproximadamente 20 años. Sus restos fueron localizados debajo de un tanque de agua en la propiedad de la víctima justo junto a la vivienda. Los habitantes del lugar informaron a la Policía del fuerte olor. Después de revisar la pequeña choza minuciosamente, hallaron escondida en una estufa de leña una lengua humana. Se adelantaron los exámenes protocolarios para conocer la identidad detrás de los restos mortales. Según informaron algunos campesinos, en la casa vivían un hombre y una mujer desde hacía pocos meses. El hombre, de 30 años aproximadamente, fue visto por última vez, desorientado y paranoico, recorriendo el pueblo. A la mujer que lo acompañaba no se le veía desde hacía semanas.
***
Gotas de sudor escapaban de mi húmedo cuerpo. Las sábanas estaban a un lado de la cama y yo, despernancado, luchaba con el insoportable bochorno. El polvo de la carretera entraba por la ventana abierta, al igual que la luz de las estrellas. Tenía sed, así que salí de la pequeña choza hacia el tanque de reserva que quedaba a pocos metros para beber un poco de agua. La profundidad del campo parecía observarme, vigilante, como a punto de atacar. Sentí miedo y me apresuré a entrar de nuevo. Una vez dentro me sentí estúpido, como un chiquillo que le temiese a la oscuridad.
Tardé mucho en conciliar el sueño. Estuve vigilando la noche por la ventana. A lo lejos parpadeaban unas extrañas luces, semejantes a un metal caliente que flotara dentro del monte. Debe ser por el calor, pensé. Quería enfriar mi mente y evadirme del absurdo pánico que sentía crecer en mi interior, pero entonces escuché algo que me pareció un latido. Tenue primero, luego amplificado en un eco que parecía tener el ritmo de una música lúgubre, extraña, que me helaba la sangre.
¡Sonidos! ¡Simples sonidos! Me decía a mí mismo en un grito mudo. El horror que sentía era absurdo. ¿A qué le temía? ¿Qué sonido era ese que provenía del monte? Aquellas luces me cegaban. Eran como un veneno que enrareciera el aire y lo hiciera difícil de respirar sin antes entregarse a la náusea o a la asfixia...
Desperté después de un olvido negro, de un bruto fallo de mi conciencia. El sol me golpeaba la cara. Intenté recordar lo sucedido. Traté de convencerme, en un instante de dramática duda, de que todo había sido un mal sueño debido al inmundo calor de la noche y a la incomodidad que me producía la choza. ¿Pero cómo había ido a parar allí? Bueno, sé bien que llegué a La Jagua engatusado; enamorado, dicen algunos. Y es que aunque pudiera pensarse que estar enamorado es superarse a uno mismo, yo creo que es como matarse en vida. Había dejado atrás mi vida para vagar por este pueblo raquítico, tan lleno de rostros apagados pero con ojos de fuego y gestos brutales.
Esos seres recorrían las pequeñas calles. Buenas tardes joven, escuché y al darme la vuelta encontré unos ojos profundos, mirándome fijamente. Una pequeña mujer, de cabello largo y negro como el azabache. Buenas tardes, respondí y aceleré el paso. En las ventanas de las casas colgaban platos manchados de una rara sustancia amarilla, botellas con agua, cabezas de ajo y oraciones a los santos. Oía a los pájaros sobrevolando las cabezas, parecían hablar. Volaban de un lado a otro. Caminé tanto que llegué a la desembocadura del río Suaza, al extremo sur del pueblo, cerca del Magdalena. Buscaba despejar mi mente. Mis pasos se perdían en ese lugar al que no pertenecía como los de un extraño. Podía presentir cómo me acercaba a una extraña tragedia que había comenzado a desarrollarse en los rincones de mi destino.
El sol de mediodía es como un agradable infierno. Se siente bien este calor abrasador sobre la piel. Los pies calientes y la luz en la cabeza, declaraba una voz gruesa y pausada; se trataba de un anciano de piel bastante ajada. Tienes el maravilloso infortunio de la vida y la muerte, en tus manos la sangre, y añadió, ellas vendrán por ti. Yo me encontraba en el límite del mied. Me ardía el estómago y la boca me sabía a hierro. Trataba de calmarme sosteniendo mi rostro, mientras el anciano sonreía dejándome entrever una fila de blancos dientes. Y en medio de una carcajada, similar en todo a un lamento, pude ver su lengua larga y roja. ¡Te van a encontrar, te van a encontrar!, decía mientras su voz desgarraba mis tímpanos. Apreté los parpados con tal fuerza que pensé que se romperían mis pupilas. El anciano decrépito no estaba ya para cuando abrí los ojos, pero el penetrante olor de la podredumbre, que sin embargo no lograba ubicar, se hacía más y más fuerte hasta producirme un vivo dolor en la garganta e inducirme luego a vomitar.
Estoy enfermo, eso es, debe ser el calor apabullante, pensé. No había comido bien en días y me pasaba todo el tiempo vagando de aquí para allá, por lo que para entonces ya debía estar alucinando. La visión abrumadora del anciano y su risa maniaca me había producido la misma sensación de la noche anterior, cuando la oscuridad sin límites ni tiempo se había cernido sobre la choza para vigilarme. No habría otros ojos que no hubiesen vislumbrado esa culpa.
Oscurecía cuando volví a la choza. Allí estaba ella con su mirada impávida. Era curioso: noté que estaba más blanca que de costumbre. Me senté en el pequeño banco en la cocina. ¿Qué me diste, maldita perra? No puedo dormir. Tengo la piel pegada a los huesos. Abundan las pesadillas cuando intento cerrar los ojos, tengo el pulso acelerado y los ojos dilatados. Me invadió la inquietud cuando ella se aproximó sin musitar palabra. Se detuvo frente a mí. Me estremeció el calor de su piel. Había algo inusual en su mirada. Cerré los ojos. Disfruté de la forma en la que sus labios recorrían los míos. Metió sus manos dentro de mi camisa y luego, sin más, se apartó.
Abrí los ojos para buscarla y me sorprendí al verla desnudándose lentamente. Todo en su cuerpo estaba en su lugar. Tenía unas hermosas tetas, un trasero esbelto, la figura de un súcubo devorador de hombres que contrastaba con su rostro angelical. La miré de arriba abajo extasiado. Mi pene latía fuertemente contra mi pantalón. Quería tenerla, atarla fuertemente con mis brazos y poseerla sin descanso. Quería llenarla al entrar en ella. La tomé de la cintura y comencé a besar sus pezones y después descendí a su sexo, ahogándome en él. Ella llevaba el ritmo del deseo a su antojo, sus movimientos eran casi hipnóticos. La pequeña muerte de ese momento me hizo desear resucitar y morir de nuevo. Ver su trasero menearse al unísono de sus caderas.
Se levantó del lecho y giró su rostro para mirarme. ¿He perdido la razón?, me pregunté, pues no era ella. Se trataba de otra persona. Me invadió una sed insoportable. Percibí de nuevo el hedor que provenía del tanque. Y aunque mis instintos me hicieron beber un poco, la escupí de mediato pues sabía inmundo. Ya estaba oscuro. Vi que la mujer se dirigía al monte y caí en cuenta de que no había dicho ni una sola palabra. La seguí. Mis piernas temblaban. No podía respirar. Sentí que moriría. De nuevo, a lo lejos, las luces parpadeaban y pude escuchar aquellos latidos, cada vez más fuerte como si estuviesen a mi lado.
Algo me sacudió con fiereza. Caí al piso golpeando mi cabeza. Sangraba. Sentí un fuerte dolor. Mis huesos ardían como si se hubiesen roto y el miedo me trituraba hasta la médula. Encima de mí, ahorcándome, podía distinguirse poco más que una sombra informe. Un momentáneo reflejo del fuego me hizo darme cuenta de que había una hoguera cerca y a la sucia luz de las brasas pude entrever un rostro que cambiaba. Abrió su horrible boca, en la que faltaba la lengua, de par en par. Pronto mi rostro estuvo cubierto de una sangre biliosa que salía de su boca. ¡Ahora eres nuestro!, escuché que murmuraba una voz seguida de la misma tétrica carcajada del anciano que había visto aquella tarde. Las estrellas del cielo se rindieron a la negrura de la noche. Estaba ardiendo, dentro de la hoguera, gritando con horror por el dolor de mi piel quemándose. Mujeres desnudas danzaban alrededor del fuego gritando cosas incomprensibles. Y en medio de ellas, yacía el horrible anciano, mirándome fijamente.
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