Habría podido encontrar una mejor forma de descender. O de ascender. Pero siempre me han gustado más las escaleras. Unos minutos y ya estoy en el techo del edificio. Mi mamá siempre me ha prohibido jugar aquí, incluso otros niños no lo tienen permitido. Es normal, ellos solo tienen siete años, y yo ya tengo diez. He crecido un poco desde aquella edad, lo que me permite subir a la cornisa blanca, no sin dificultad, claro está. Cuando finalmente logro llegar arriba, doy dos pasos, trastabillo y pienso en lo alto que estoy, en que si no me sostengo bien en este borde podría caer, entonces recuerdo a esos jóvenes que muestran por la tele lanzándose desde edificios altos o metiéndose una pistola en la boca. ¿Por qué no hago yo lo mismo? Allá abajo está el patio central del edificio, mejor dicho, del colegio, hay unos jóvenes jugando fútbol y yo aquí, escuchando la voz de este profesor que me llega en forma de brisa fría, se acaban las clases y Ángela se acerca, Julio, estoy embarazada, y se escurren mis sueños por una caída como la del Tequendama y solo soy yo pensando que cuando era pequeño no tenía problemas, pequeño como el menor de mis cinco hijos. ¡Qué mujer para tener hijos!, pienso mientras descanso mis pies en una silla blanca intentando ignorar la voz de mi mujer que me grita desde la cocina que cuando voy a dejar de beber, mi hijo de siete años escapa del cuarto en el que vivimos todos, quizás va a jugar a la azotea, tal vez se sienta como yo me sentía a los diez, entonces pienso que una vida así no vale la pena ser vivida, que cuando los jóvenes se disparan o se lanzan desde edificios altos tienen razón y es mejor dejar resbalar los pies de la cornisa blanca y que solo seamos diez años y diez pisos.
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