Puede que no haya manera de explicar el final de un camino sin su punto de partida: todo final es su comienzo. Porque si la historia –esa gran historia que se escribe con mayúscula y que explica nuestro humano paso por esta tierra- se repite, si la historia es ese animal que se muerde la cola, nuestra vida misma es también ese animal. Caminamos, pero siempre estamos volviendo.
Y de eso se trata esta historia: del regreso. «Llévame a casa», del escritor español Jesús Carrasco, es una novela sobre lo que dejamos atrás.
Juan vuelve a su pueblo tras la muerte de su padre. La primera escena no es el encuentro del luto, el abrazo afectuoso y la resignación silenciosa con que el hijo protege a su madre: es la de Juan fingiendo estar dormido en su cuarto –un cuarto que sigue siendo suyo, a pesar de su esfuerzo por desprenderse de él- para no tener que hablar con su mamá y su hermana.
Esa primera escena es el lente con el que podrá leerse toda la historia.
Juan regresa, más por obligación que por afecto, a un lugar del que ha escapado toda la vida, La hermana, que ha cuidado la enfermedad de su padre y acompañado a su madre en esa ausencia, es el punto de inflexión de la novela.
Es ella la que suelta la carga que de la que él quiso desentenderse yéndose a Escocia –Inglaterra, cree su mamá- a trabajar en un cargo de operario en un jardín botánico. Es ella la que lo obliga a mirarse al espejo: el padre ha muerto, sí, pero la madre está perdiendo la memoria y necesita más que unos días de cuidado y afecto distante. Y ya no es ella –casada, con dos hijos, dueña de una empresa, a punto de viajar al otro lado del mundo para cerrar un negocio que le va a cambiar la vida- la que tiene que hacerse cargo. Es él. Un regreso que es también una forma de confrontarse.
En «Llévame a casa», Jesús Carrasco construye personajes que se hacen palpables a partir de las divagaciones de su protagonista. El Juan del presente, que regresa a su casa de infancia, se deja llevar como un péndulo por el vaivén de una línea temporal y evoca su pasado, buscando una vía de escape que se desvanece, como los recuerdos de su madre.
Carrasco juega con el lenguaje y llena de imágenes cada escena con una sencillez maravillosa. Su narración es un rompecabezas en donde cada pieza encaja.
Es allí, en su casa, en su pueblo, donde Juan empieza a comprender que es imposible desprenderse, que el camino recorrido nos define.
No tiene nada a lo que aferrarse y lo único que lo conecta con su madre es un viejo Renault 4 que se convierte también en una metáfora del viaje: el de la memoria de su madre, que se extravía en los caminos de su vida pasada, y el del mismo Juan, que va descubriéndose en esa vida de la que siempre quiso escapar.
Y así Juan termina por buscar a tientas su lugar en esa antigua vida. Al mismo tiempo, esa búsqueda se convierte en la lucha por no extraviarse también entre los recuerdos que la mente de su madre va borrando como quien deshace las huellas de un camino.
Porque claro: «Llévame a casa» es una historia sobre volver atrás y todo regreso es un reencuentro.
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