Por: B.N. Rozo
Al contrario de las generaciones que nos precedieron, quizás fruto de una crítica a aquellas cualidades que se solían circunscribir únicamente a la esfera de lo femenino, de la deconstrucción de esas masculinidades que se negaban a expresar su interioridad, de una mayor valoración de la introspección (no digamos narcisismo) y de la manifestación de los sentimientos propios, nuestra generación pareciera estar asombrada con la palabra amor y, sobre todo, con una necesidad de expresarlo, buscarlo y, sobre todo, alardear de él (incluso, del sufrimiento que provoca).
Nuestra generación pareciera estar con la palabra “amor” siempre en la boca: amo a mis padres. Amo a mis amigos. Amo a mi pareja. Amo a mis gatos y quizá a mi perro. Amo a mi carro, a mi equipo de fútbol. Amo leer.
Estos superlativos del agrado buscan expresiones aún más exageradas cuando quieren manifestar un sentimiento que va más allá de esta palabra tan banalizada: por ejemplo, para la vida en pareja se traduce en una suerte de pantomima, de puesta en escena que se da en las redes sociales: fotos preparadas para mostrarles a los otros que amo, que alguien me ama, en un entorno idílico que poco tiene que ver con la dura convivencia. Una suerte de porno del afecto.
Esto, por supuesto, cuando se logra llegar a una relación de pareja que se prolongue en el tiempo: parecemos abocados a las relaciones furtivas y fortuitas, quizás por la misma razón objetiva por la que no podemos mantenernos en un mismo trabajo por mucho tiempo: al comienzo creemos haber llegado a un buen lugar, pero rápidamente entendemos que las condiciones no son adecuadas para nuestro desarrollo personal, no se nos valora lo suficiente o, simplemente, entendemos que en otro lado (incluso en soledad) estaríamos mejor.
No obstante, más allá de (ahora sí) este narcisismo, quizás subyacen dos hechos relacionados con nuestra experiencia capitalista: por un lado, la necesidad de consumir (y la sensación de placer que conlleva) nos conduce a un espíritu hedonista, claro, cuando las condiciones económicas lo permiten; por otra parte, los empleos basura nos han sepultado en las casas de nuestros padres, conscientes de que partir de allí es una apuesta demasiado alta para jugársela con alguien que, quizás, tenga una idea de amor tan liviana y fugaz como la nuestra.
Así, sufrimos una experiencia que se puede equiparar a la del pirómano: encendemos un fuego, vemos arder las cosas, pero no podemos, no queremos, ser partícipes de ese fuego, sufrirlo en realidad, nos quedamos con el humo y las cenizas.
B.N. Rozo
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