Jue, 10/07/2021 - 08:32

Resquicio. Parte 1

Primera entrega de Resquicios, un cuento de Sonya Estupiñan Castro.

Estamos solos estamos solos estamos solos, desgraciadamente solos, maldita sea, solos, solos. Mierda, estoy solo, decía Gabriel mediante sollozos que parecían pequeños chillidos rezumbando por la calle que atestiguaba sus disertaciones ahogadas. Arrodillado en medio de lo que él pensaba era su hogar. Sostenía su cabeza como si esta quisiera escaparse de una buena vez de esa vida que él gritaba de vez en cuando era una puta mierda. Se levantaba y recorría de un lado a otro, de una esquina a otra aquel hueco debajo del puente que había elegido como su dulce hogar años atrás cuando según sus amigos y familiares Gabriel había perdido la razón y se había hundido en un precipicio de locura y depresión.

Refunfuñaba y deformaba su cara con pequeños gestos. Estamos solos, me siento muy solo, Dios está solo. Inevitablemente morimos de soledad, dijo mientras se caía desmayado de dolor y cansancio.

Está bien -escuchaba a lo lejos, en una voz que se convertía en ecos adormecido-. Todavía no, levántense, hay que camellar, sentenciaba aquel eco. Gabriel, medio aturdido, todavía se erguía mientras miraba la soledad de su recinto sagrado. No había nadie.

Maldita sea, lo que me faltaba. Se han metido a mi hueco, deben ser esos desgraciados que se la pasan jodiendo y robando por los lados del puente. Se despertó totalmente dándose pequeñas palmadas en la cara. Buscó su costal el cual ya estaba roído por el paso del tiempo. Lo sacudió y se dispuso a salir.

Los rayos del sol lo cegaban por momentos y su piel se sentía estirada y ajada. Por primera vez se sintió viejo y demasiado agotado para seguir en la misma faena diaria de miseria y temor. Había llegado hasta ese punto culminante por decisión propia y su silencio autoimpuesto.

Hoy hace un calor del demonio, escuchó Gabriel mientras hurgaba los tesoros de la basura, volteó pasivamente y no vio a nadie, pensó que estaba delirando del hambre. Se acerca el final de los días, escuchó en un eco similar al que había oído horas antes. Gabriel volteó tan bruscamente que se lastimó el cuello. Adolorido y sobándose pudo ver la figura de un hombre que se hacía más diáfana a medida que el sol dejaba de encandelillar con su luz agresiva. ¿Disculpe? Preguntó Gabriel intrigado. Se acerca el fin, repitió aquella silueta. Estamos solos, irremediablemente solos, agregó el extraño señor que ante Gabriel se encontraba.  Entre confundido e irritado, Gabriel solo atinó a decir Sí, así es. Estamos putamente solos y lo sabemos y no hay nada que hacer.

Ese día Gabriel trabajó acompañado de aquel señor que le parecía tan misterioso. Vestía un traje oscuro, de una tela tan fina que hacía gracia verlo. Tenía un sombrero de fieltro, elegante con una tonalidad que jugaba con sus ojos.

¿Usted por qué dijo lo del fin de los dìas? Preguntó Gabriel en un tono parco.

Porque es la verdad inevitable. Estamos cerca de que la humanidad colapse. La inminente huida de la vida y me preciso recodarle al ser humano que los dìas están contados, que los dìas mueren, no vuelven.

Gabriel se sentía extraño. Miraba sus envejecidas manos y no podía dejar de pensar en su propia muerte. Recordó su familia. A su mente regresó el rostro de aquella mujer que había adorado hace algún tiempo. Trataba de no olvidar su rostro, sus manos y el cabello con el que él juagaba mientras le recitaba versos inconclusos.

Lo había perdido todo, la había perdido, había dejado atrás la sensación de bienestar y terminó allí, en medio de las calles, mirando transeúntes afanados, personas con el alma rota, con la conciencia sucia, con el amor en sus manos. Había podido vislumbrar toda clase de miradas y rostros. El tiempo muerto en la vida de cada paso de aquellos desconocidos.

Estamos solos y prontamente muertos, expresó el señor misterioso, hizo una reverencia a Gabriel y se marchó. Yo ya estoy muerto, susurró Gabriel mientras miles de lágrimas bañaban su rostro sucio y arrugado.

Esa noche Gabriel no tenía hambre. Sentía una fuerte melancolía que le impedía siquiera derramar una gota de sus ojos. Quería sentirse mejor y decidió empeñar una pequeña caja de estilo francés. Era lo único que quedaba de su anterior vida. Le dieron en una compraventa 10 mil pesos. Tomó una botella de aguardiente y se dispuso a olvidarse. Estamos solos, inevitablemente solos. Estamos muertos, inevitablemente muertos, decía un voz suave y femenina. Gabriel se sobresaltó, sentado en su colchoneta negra miraba para todas partes. No podía ver a nadie, estaba solo. En un momento pensó que ya estaba muy borracho y se sintió feliz de nuevo.

Abrió sus ojos. Ya no estaba en ese lugar frio y oscuro. Se encontrada en un cuarto iluminado y bien amoblado. Había muebles que le hacían recordar los años 50, un pequeño florero con rosas, tan rojas como los labios más apetecibles que él recordaba. Las cortinas de una tela exquisita que reflejaba la ternura de los colores pastel. Gabriel se hallaba confundido. No sabía que estaba ocurriendo. Escuchó voces que provenían de afuera de aquella habitación.

Reconoció la voz de dos mujeres. Eran voces suaves y atentas. Nada parecido a aquellas voces de asco y fastidio que escuchaba cada día cuando salía del cambuche a trabajar. No sabía si salir o quizá estaba alucinando. Pensó que se había intoxicado con aquel aguardiente. Sus piernas temblaban y sudaba. sintió que vomitaría.

Toc-toc, Gabriel. ¿Ya estás despierto? Se escuchó al otro lado de la puerta. Estaba muy aturdido, su corazón salía a pálpitos de su pecho. No contestó.

Se abrió la puerta de par en par y la vio. Esa sonrisa que alumbraba el paisaje de sus sueños rotos. Ese cabello rubio y desordenado. ¿Qué pasa? ¿Dormilón, no tienes que trabajar hoy? Añadió aquella mujer. Gabriel sentía que estaba en una clase de sueño muy vivido que en cualquier momento se convertiría en una pesadilla.

Ella se acercó y tocó su rostro con una admirable ternura. Te amo, te adoro. Te necesito y te adoro de nuevo, agregó. Recuerda que pasado mañana tenemos la reunión de la oficina. Te quiero bien bello. Córtate esa barba que no deja ver tu rostro de jovenzuelo y ponte ese traje que ayer te mostré. Ese sombrero te quedó genial.  Ella se levantó y el miró esa figura que se contoneaba deseosa de ser admirada. El corazón le iba a estallar, pero esta vez de emoción, de felicidad. Si estaba delirando ya no importaba, quería estar ahí y de ser posible poder morir para que fuera este su último recuerdo.

En la puerta, ella le envío un gran beso que impulsó hacia a él en un juego de manos. Muack muack. Estamos solos, inevitablemente solos, estamos muertos… escuchó en un eco. ¡Maldita sea, no! Ahora no. Sintió un dolor en el pecho y lloró.

Se levantó. Recorrió la habitación, salió y admiró aquella casa en la que se encontraba. Muebles de cuero acordes a las cerámicas que adornaban los estantes. Una biblioteca con toda clase de libros y de las más bellas ediciones. Pasaba sus jóvenes manos por cada rincón para apreciar y llevarse en sus dedos aquella esencia de tranquilidad que todo allí le brindaba. Era un espacio claro, lleno de una luz que parecía de un blanco espiritual. Se sentía en casa.

Una pequeña cajita llamó su atención. Era aquella caja que había empeñado. Estaba encima del escritorio al lado de la biblioteca. No resistió indagar lo que en su interior se encontraba. Se sentía como un travieso chiquillo que quiere saber de todo lo que le rodea.

Abrió la caja con una curiosidad algo inquieta. Vio en su interior pequeños papelitos y torpemente sacó algunos.

Se conoce desde muchos años atrás la grandeza de esta con los humanos, pero de ellos nunca se logran obtener absolutamente nada bueno.

No entendía el mensaje escrito allí, pero se percató que era su propia letra. Miró el contenido de los demás papeles y notó que eran especie de pequeños comunicados y poemas.

Lo sorprendió una voz femenina, un poco gruesa, pero tierna. ¿Hijo, quieres desayunar ya?  Expresó aquella mujer que ante él se encontraba. Era una señora de aproximadamente 50 años. Se notaba mucho amor en su sonrisa que hacía sentir a Gabriel como un niño al que su madre le cuenta historias de fantasías, guerreros y finales felices antes de dormir.

Él se abalanzó hacia ella buscando un abrazo que le calmara esa incertidumbre que le agobiaba. Era en sus brazos un chiquillo indefenso, que necesitaba consuelo al caerse de la bicicleta o de haber hecho alguna travesura y ser descubierto.

Mamá te necesito, nunca te vayas de nuevo. Nunca más te lleves tu esencia. Contigo de nuevo puedo ser yo, contigo de nuevo vivo. La mujer se sentía enternecida y confundida. ¿Qué pasa, hijo, sucedió algo malo? Sabes que puedes contar conmigo. Soy tu mamá y siempre serás mi adorado hijo.

No, mamá, no, solo te necesito, necesito tu consuelo, tu amor, tus brazos y regaños. Ella lo abrazo y acarició suavemente el cabello de Gabriel. Estamos solos, inevitablemente solos, estamos muertos, inevitablemente solos. Escuchó Gabriel en una especie de eco acosador.

¿Qué nos impide ser asesinos?, Dios no existe. Todo está permito. Estamos en un mundo caótico, turbio. Los seres humanos no somos bonitos.

Ese día Gabriel sintió que ya no estaba ebrio ni soñando, sino que había hecho una especie de viaje en el tiempo. O que quizá su vida en las calles solo fue una pesadilla larga de la cual pudo despertar.

Somos el misterio eterno de nosotros mismos. Perdimos el rumbo que le da sentido a nuestras vidas. Lo seres humanos son caretas eternas. ¿QUIÈNES SOMOS? ¿Quién carajos es quién?

Camino a la oficina, Gabriel se sintió de nuevo en su cuerpo, en la vida que él creía le pertenecía. Había visto su carro en la entrada de la casa, pero decidió coger el tren, caminar un rato y tomarse quizá un café en algún lugar que creyera interesante. Se vistió con unos jeans grises, un blazer negro y unas converse. Se sentía de nuevo joven y atractivo.

Miraba a la gente sonreír, a los niños preguntar y a los amantes en una orgia de besos compartidos. El cielo se veía más claro, de un color azul pastel que le fascinaba. Las calles se veían limpias. Estaba ensimismado en sus pensamientos cuando se percató del puente de sus pesadillas. Sintió melancolía. Se acercó y el hueco en el que él acostumbrada nombrar como su hogar estaba tapado. No había una posible entrada.

Cuando llegó a la oficina, sus compañeros lo saludaban con un gran aprecio. Se sentía pleno y trabajó con una sonrisa de oreja a oreja. A las 6 de la tarde salió de su trabajo y se dispuso a ir a tomar café. Por las calles iluminadas por las luces de la ciudad caminaba mirando de café en café hasta que decidió entrar en uno. Había poca gente y se escuchaban parejas hablando de cómo había estado su día, pequeños susurros que para Gabriel parecían una tonada agradable. Entre el parloteo de las almas que lo acompañaba, notó que un señor un traje de hilo fino y sombrero de febril se sentaba a su lado.

Acabamos con toda la armonía. La imposible conquista del bien en el ser humano. El mal es un dispositivo netamente social. ¿Somos malos desde que nacemos? ¿La sociedad nos corrompe?

Hoy es un día soleado, señor Gabriel. El mismo sol que encandelilla los pensamientos. El mismo fuego incendiándonos los ojos, decía mientras se quitaba el sombrero que resguardaba su cabello tejido de hilos blancos.

Hay esterilidad en la vida mientras no veamos más allá de nuestra propia alma enmudecida de dolores autoimpuestos. Somos esencias de la vida, pero logramos comprender esta. Cuán felices seríamos si permitiéramos al dolor entrar sin destrozarnos mediante nuestros propios pensamientos.

Gabriel tenía los ojos incrustados en aquel hombre que le parecía tan extraño y a la vez fascinante. Rompió su propio silencio. Cuánta verdad errada emana de sus palabras. Sí, buscamos la felicidad, pero es esta la que hiere en cada deseo que engendramos sobre ella. Es una especie de alucinación que perseguimos debido a la sed de placeres momentáneos esperando a la vida concretarse en lo sueños.  La afirmación de la felicidad debería ser la afirmación absoluta del yo y sin embargo somos ciegos y estamos solos, solos entre gentes que dicen amarnos. Nos conformamos con pequeños instantes de felicidad que eternizamos como mendigos de momentos… deberíamos morir rápido y que nuestras breves vidas iluminaran todo a su paso. Así como las luciérnagas, señor, concluyó Gabriel.

La vida es un camino entre tormentos y peligros en busca de esa afirmación de ser. Somos dos seres y somos dos caretas imperfectas, caras envejecidas y voces desesperadamente contradictorias.  ¿Qué nos queda en verdad en este oficio de vivir, Señor Gabriel?, preguntó su interlocutor.

Comenzó a escuchar ecos que se tornaban cada vez más insoportables. Susurros de voces que provenían de todos lados y a la vez de ninguno. Estamos solos, inevitablemente solos. ¡No más! Chilló con rabia Gabriel mientras se retorcía en su asiento. Al gritar, las parejas que parloteaban a su lado se levantaron asustadas. Todo era confusión. Gabriel cayó al suelo, golpeándose bruscamente.

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