Leer poesía no es mi fuerte, pero sí el de mi papá, que a veces entraba a mi cuarto recitando poemas de León de Greiff en un grito más rebelde que intelectual. Yo no entendía nada, la adolescencia me mantenía muy ocupada odiando al mundo y odiándolo a él, quejándome de todo sin tiempo para la poesía en mis días. Cuán equivocada estaba.
Mi viejo le aprendió al suyo ese amor que yo apenas estoy descubriendo, porque León de Greiff es el Messi de mi papá, un hombre cursi que sabe lo necesaria que es la ternura en la vida y que cuando a la cordura ya no le quedan palabras, aparece la poesía con su musiquita.
Con la soberbia que caracteriza la juventud fui descubriendo el punk y a los malditos, pero comparto el mismo miedo a perder la razón que Sylvia Plath, y, como la locura se pega, tuve que alejarme. Como si el temor a enloquecerse no fuera un delirio en sí mismo. Ya les dije que he vivido muy equivocada. Ya estábamos locas -Sylvia y yo- cuando comenzamos a preocuparnos por no estarlo.
Pero yo siempre he querido vivirlo todo hasta arder, el hedonismo es mi gasolina y es muy difícil hacerse la inmutable cuando el éxtasis está a la caza. Así que fui dejando que la poesía hiciera pequeñas incursiones en mi vida, avances cautelosos que yo creía que no alcanzaban para consumirme; y cuando la sentía tomar fuerza, me daba la vuelta casi silbando, creyéndome impermeable a ese coqueteo nada inocente ¡Qué tonta! Ella ya me había hecho su vehículo y solo me dejaba creer que yo tenía el control.
Tiempo después, siendo ya una mujer adulta, apareció una manera de nombrar ese vaivén emocional que tanto me agobia: ansiedad y apatía. Me vi obligada a encontrar un refugio entre el cansancio de lo cotidiano y la añoranza de la alegría. Como si la que no lograba sentir nada no fuera yo; como si en mí habitara otra Juliana que llama a los ataques de pánico “bajas de presión”, que deja podrir ciruelas en el mesón de la cocina y que puede pasar un mes con ganas de vomitar y sin comer antes de permitir que alguien se dé cuenta. Esa otra que no siente nada que no soy yo. (Por favor, lean los diarios de Sylvia Plath).
¿Y qué hacer cuando a una se le ha olvidado cómo ser feliz? Volver a lo sencillo. Comenzar por sentir, lo que sea, pero sentirlo. Recordé a mi viejo llorando con los poemas de María Mercedes Carranza, a los amigos emocionados con sus lecturas, haciendo bibliomancia, y a mí misma, muerta de la envidia. ¿Quién pudiera escribir así, maldita sea? ¿Quién pudiera coger lo vivido y hacerlo arte? Quizás si confiaba un poco en esa gente que siente mucho, podría volver a sentir. Yo me entregué a una dosis diaria de cursilería y bendito sea Lorca que me enseñó que todos somos un poco poetas mientras el corazón aún nos palpite.
Hoy la medicina es la misma. Cuando los días están duros, los haikus de Bashō son un consuelo con las dosis justas de belleza que puedo digerir; para la furia, Anne Carson que me nivela con su buen humor; para mi mal gusto en el amor, Peri Rossi, que me entiende; para la brujería, Olga Orozco; y para siempre Alejandra querida, Lorca, Pita Amor, James Baldwin y Allen Ginsberg. Y gracias al trabajo de rescate de Sincronía Editorial, Tatiana de la Tierra con su Redonda y radical, mi crush del 2022.
Ahora que me permito ser cursi, encuentro poesía en todas partes, y, como mi papá voy gritando versos y compartiendo canciones. Le leo a la gente que quiero, mando poemas por audios de WhatsApp, porque la poesía es más linda cuando se lee en voz alta y tengo amigas cursis como yo, con voz hermosa que me dan los buenos días con los poemas que Gabriela Mistral recopiló para su libro Ternura.
Así que mi propuesta es que, en estas fechas y siempre, regalemos poesía. La bondad es gratis, al igual que los versos. No existe una voz que no se torne magia mientras lee poesía, no hay oídos inmunes al encanto de su arrullo. Seamos cursis.
Añadir nuevo comentario