Se ha narrado mil veces, tal vez más. Valderrama bailó con la pelota y con un par de toques borró a tres alemanes, como quien borra del papel tres letras que quedaron mal ubicadas en el poema, y la tocó a Freddy Rincón, que se la devolvió al Pibe, al pana de todos, y así armaron una pared de esas que enloquecen a los estadios y a los aficionados delante del televisor. Cómo puede haber tanta magia en un par de toques, se pregunta uno, cómo ese par de toques pueden desmoronar al mejor equipo del mundo.
El Pibe hizo lo suyo. La tocó al espacio, dejándolo solo. «Tuya, papá». Y la hizo suya. Con la cancha a cuestas, con el mundo en contra, Rincón dejó a no sé cuántos rivales descolgados y mandó la pelota al fondo por el único espacio digno de la hazaña: por en medio de las piernas del portero. Gol. Gol. Gol. Todavía se escucha, todavía se canta. Todavía se llora.
Ahí estaba, en un pincelazo, el pedacito de historia, el pedacito de gloria que le tocaba. Tenía que ser así. Y pasó noches de frío y de hambre para que un día, el 18 de junio de 1990, con el mundo -el mundo del fútbol, digamos- como testigo, ese fútbol de barrio que se juega en calles maltrechas, en canchas de polvo que se vuelve barro cuando la lluvia azota, le plantara cara a la mejor selección del mundo.
Ya se sabe: el fútbol es un deporte de 11 contra 11 que casi siempre ganan los alemanes. Pero esa vez no ganaron. Fue la única vez en ese mundial que no ganaron. Y los colombianos, los eternos derrotados, los vencidos por la guerra, la desidia, las bombas, los muertos, la corrupción y el olvido, ese día soñaron con estar en la cima.
Aún hoy, 32 años después, el gol sigue sabiendo a eternidad.
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