Lo último que me esperaba, luego de las cinco llamadas falsas que me hicieron para decirme que el ganador del nuevo Nobel de Literatura era yo y no alguien que de verdad se lo merecía, o por lo menos alguien que tuviera una carrera decente y, que por su permanencia en este mundo, y en las tripas de sus lectores, lo acreditara, era que me llamaran de uno de los laboratorios encargados de las vacunas, esas que, a su ritmo y capacidad, nos ha ido dando lo que teníamos antes de la pandemia y lo que tendremos, si todo sale bien, después, para decirme que, tras un análisis detallado de mi prueba sanguínea anual, de rigor médico y no literario, debía acompañarlos a sus instalaciones, ubicadas quién sabe dónde y, lo más importante, para quién sabe qué.
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