
A lo largo de la historia de nuestra especie, ese periodo de tiempo que nos parece infinito, pero que es muy corto comparado con el del todopoderoso universo, todos aquellos que hemos muerto lo hicimos de todas las maneras posibles. Nos ha matado la risa, el miedo, la curiosidad y, casi en igualdad de proporciones, tanto la imaginación propia como el deseo ajeno. Nos ha matado, y quién se lo iba a imaginar hace apenas cinco mil años, que es como decir ayer, hasta vivir demasiado. Porque la muerte, como vivir de más, es inevitable, y se sabe desde antes de que existiera la idea maravillosa de que no somos infinitos. Ahora mismo, justo cuando escribo esta palabra, y esta, y esta otra, alguien se muere a causa de un virus parecido a nuestra especie, que puebla cuanto puede y coloniza cuanto no debería, alguien que protesta pacíficamente en una calle también muere a causa de una bala proveniente de la policía de su país, aunque la causa de la muerte en el acta de defunción diga otra cosa, y otro alguien, para no extender estas pocas palabras con la infinidad de muertes a destiempo que pueblan el mundo, muere porque otro alguien no quiso romper una instrucción, no cedió ante su instinto porque otro antes dijo que eso no se hacía.
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