Acabo de enviar a la papelera de reciclaje la columna que escribí para hoy. Se llamaba “perdiendo la fe” y en ella me deshacía en diatribas sobre Colombia, su pasado, su presente y su futuro. Su triste futuro. Recordé con impotencia a los niños y niñas que murieron salvajemente este año en una evocación a mi columna del 31 de diciembre de 2016 que se llamó “2016, el año de Yuliana”, con la esperanza de que el 2017 fuera un año menos dramático para nuestros niños y niñas. Pero me equivoqué. Fue un año fatal. Y boté esa columna porque me harté.
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