Sáb, 12/30/2017 - 14:48

2017 razones para recuperar la fuerza del espíritu

Acabo de enviar a la papelera de reciclaje la columna que escribí para hoy. Se llamaba “perdiendo la fe” y en ella me deshacía en diatribas sobre Colombia, su pasado, su presente y su futuro. Su triste futuro. Recordé con impotencia a los niños y niñas que murieron salvajemente este año en una evocación a mi columna del 31 de diciembre de 2016 que se llamó “2016, el año de Yuliana”, con la esperanza de que el 2017 fuera un año menos dramático para nuestros niños y niñas. Pero me equivoqué. Fue un año fatal. Y boté esa columna porque me harté.

Me harté de impregnarme de esta tristeza que se pega al alma como el musgo a las rocas húmedas. Terminé de escribir, dormí un par de horas y emprendí un viaje familiar en tren al sur de Alemania desde mi actual hogar. Estamos a orillas del Lago Constanza que queda en la frontera entre Alemania y Suiza. Mis pies tocaron el agua helada mientras mis ojos extasiados se clavaron en la majestuosidad de los Alpes que se veían a lo lejos, en una tarde despejada, atípica en invierno en donde la niebla cubre todos los paisajes de la zona. La belleza de ese cuadro no la puedo describir. Solo les puedo decir que sentí ganas de tirar a la basura ese escrito que escurría bilis porque la majestuosidad de lo sublime no merece mancharse con sentimientos tan rancios que habitan en el lugar que dejamos justamente por querer depurarnos de tanta intensidad corrosiva y de tanto dolor que no podemos evitar.

Por eso decidí volver a mi espíritu, el único lugar en donde habita la paz de cada persona. Mi padre, ese ser sabio que siempre me guió entre senderos oscuros y complicados, me contaba que Víctor Frankl, sicólogo judío, encontró su paz espiritual en un campo de concentración nazi. Extraño lugar para encontrar la paz en medio de un suplicio inclemente. Porque la paz espiritual es un estado en donde la voluntad es más fuerte que el entorno. Por eso quise que ese paisaje encantador invadiera todos mis sentidos para plasmar en estos párrafos mi balance del 2017 y mis expectativas para el 2018. Desde el espíritu.

2017 termina con recuerdos variopintos, unos llenos de melancolía, otros plagados de esa nostalgia que queda indeleble por lo que no volverá jamás y otros tatuados como experiencia, esos momentos de la vida que nos enseñan de qué estamos hechos, cuánto resiste nuestra templanza, cuánto sentimos nuestra pasión, cuánto necesitamos nuestra sabiduría y qué tan humanos somos para cometer errores una y otra vez.

Este año se fue uno de los pilares de mi vida, la tía Ligia. Mi tía Ligia me llevó de la mano desde mi más temprana infancia. Compartimos habitación cuando yo era un niño y con ella desapareció el miedo a los fantasmas, a las momias, a las fuerzas del más allá porque ella era la escolta que velaba mi sueño. Crecí y me distancié de ella en la ingratitud del adolescente que cree que vencer sus miedos de niño es lo mismo que vencer los miedos de la vida. Y no. Los miedos salen de las pesadillas para incrustarse en la realidad. Embaracé a mi novia adolescente y mi tía, conservadora hasta los tuétanos, me juró no volverme a hablar y no reconocer jamás a mi primogénito como parte de su estirpe. Les haré corta la historia. Mi hijo, el que ella no quería reconocer, siempre le dijo abuelita. Ella le dejó su herencia para que tuviera “con qué vivir un tiempito cuando ella ya no estuviera”. El amor siempre es más fuerte que nuestros dogmas más absurdos que se van por el sifón del olvido cuando nos lavamos los prejuicios. Mi tía se murió en febrero. Se quería morir porque sentía que la vejez era superior a sus ganas de enfrentar la vida. Se dejó ir y se entregó a los brazos de la parca resignando sus fuerzas para luchar. La última vez que la vi estaba enferma, pero no pensé que se fuera a morir. Cuando me despedí me dijo: “No se despida que yo sé que esta va a ser la última vez”. Solo le dije que no dijera esas cosas, que iba a estar bien, que el martes cuando yo regresara de un viaje nos veríamos de nuevo. Eso fue un jueves y ella dejó de respirar el sábado. Ella tenía razón. Esa fue nuestra última despedida.

En junio asumí el reto de cuidar solo a nuestro bebé de 17 meses. Mi esposa viajó porque debía adelantarse en esta hermosa expedición que hoy compartimos. El reto era permanecer juntos, los dos hombres de la casa, ayudándonos y apoyándonos en compañía. Yo era consciente de la situación y me preparé durante meses. El bebé simplemente dejó de sentir a su mamá un día sobándole la cabeza y dándole besitos para verla unos días después en una pantalla dura, inexpresiva y hostil para un ser que solo sabe de amor a través de la piel. El instinto nos unió, nos fortaleció y nos hizo solidarios. Les debo confesar que mi pequeño hijo asumió el reto con más entereza que yo. Fue comprensivo y resiliente. Adaptó su forma de vivir para apaciguar mis angustias y fue fuerte cuando yo era débil. Sí, les hablo de un bebé que se desprendió de su mamá a los 17 meses para volverla a ver hasta sus 21 meses. Cuatro meses alejados mamá y bebé.

El reencuentro fue sublime. El aeropuerto de Frankfurt vio una de las escenas más tiernas de la historia. El bebé en su piyama gris, la misma que tiene esta noche puesta y que es la favorita de su mamá justo por ese día, se entregó sin pensarlo dos veces a los brazos de su madre, que desde ese día no abandona como su refugio más seguro. Hubo un llanto mudo de ella y una paz infinita de él. Yo junté las dos, llanto y paz.

Ahora vivimos esta nueva etapa, lejos de Colombia, cerca de los sueños. Se me quedó Nicolás y con él un pedazo de mi ser. Mi hijo mayor está volando con sus propias alas por cielos turbulentos que ha sabido sortear. Me hace falta, lo extraño, pero sé que está fortaleciendo su propio espíritu y que cuando llegue el momento yo le daré la opción de emigrar si así lo quiere. Será su elección cuando sea menester.

Para terminar, en diciembre empecé el reto de vincularme al equipo de la Revista Enfoque gracias a la generosidad de su Directora y la confianza que tiene en mi pasión por este oficio hermoso de las letras. Escribir es mi pasión. No hay lugar en el mundo que me llene más que mi mirada sobre un papel en blanco. Es allí en donde mi imaginación tiene sus rieles dispuestos para llevarme por los rincones más extraños de cada universo que me quiera inventar, de cada realidad que quiera contar y de cada vivencia que quiera expiar. Por eso hacer parte de esta familia me hace sentir en el lugar que siempre quise estar a nivel personal y profesional. Acá no tengo más armas que mis dedos que hacen más por la humanidad presionando teclas para plasmar ideas que halando gatillos para eliminar contradictores.

Enfrenté desde esta tribuna la soberbia de la ineptitud de un funcionario público y tuve que retractarme por llamar las cosas por su nombre en detrimento del decoro de lo políticamente correcto. La “justicia” me obligó a retractarme y lo hice de mala gana hasta que el espejo me dijo cuán idiota era por resentir lo que solo merece una sonora carcajada. La “justicia” en Colombia es un mal chiste, sus fallos son una vergüenza y yo solo padecí uno más de sus inofensivos chascarrillos. La vida sigue para mí con el orgullo insoslayable de detentar mi único patrimonio sin vergüenza: Mi reputación. No he debido ir a donde nadie para que certifique nada sobre mi honra o sobre mi buen nombre. Son evidentes y lo digo con poca modestia. Si debiera ir a donde un juez para que me devuelva lo que yo no he podido obtener por mi propio mérito, me sentiría realmente miserable. Ahora solo siento lástima por ese personaje. Nada más.

2017 ya vio el ocaso y despunta el amanecer de 2018. Este año se desvanece mientras mi espíritu toma nuevos bríos para lo que viene. No puedo darle gusto a mi amargura mientras el paisaje me pinta un cuadro magnífico como si la vida me estuviera dando un abrazo entrañable, de esos abrazos de hijo que te perdona, de hijo que te ama, de hijo que da la vida por ti. La vida es nuestra posesión más preciada, nuestra posesión más ajena, nuestra posesión más impredecible. La vida es una posesión que nos posee. Y cuando la vida quiera abandonarnos, no tendremos nada.

Descubrí, pues, que mi fe no puede estar limitada por unas fronteras cuando yo mismo he sostenido que las fronteras no existen más que en los mapas, como lo dijera el gran Saramago. Mi fe rompió la aduana para extenderse por el océano Atlántico y llegar hasta estos pies posados entre Alemania y Suiza. Mi fe botó el pasaporte para llenarse de bríos y esperanza sin nacionalidad, religión, credos, ideologías o prejuicios. Mi fe vino a reclamarme mi desprecio recordándome que de ella no es la culpa de mis frustraciones. La culpa de mis frustraciones no es más que de mi falta de espíritu que he dejado marchitar por cerrar mis ojos y oídos a la belleza, por insensibilizar mi piel ante la magia de entornos fantásticos que son superiores a la terquedad de mis dolores, rabias y contradicciones que pasarán una y mil veces, mientras los Alpes seguirán ahí, inmutables, mientras el Lago Constanza seguirá aquí, imponente.

Por eso no solo se fue a la caneca mi columna “perdiendo la fe”. De allí mismo, de mis escombros, saqué la fuerza de mi espíritu para escribir estas palabras. Esa fuerza es la única que necesito para enfrentar el 2018 y los desafíos que traiga, que no serán pocos. Esa fuerza me traerá de nuevo la fe.

Feliz 2018 para cada lector que vea estas palabras. De antemano, gracias por leerme, el mejor regalo que me pueden dar. Deseo de todo corazón que puedan recuperar su espíritu también si se les ha extraviado. No hay sensación más excitante que la de tener un espíritu vivo para enfrentar al mundo y sus demonios.

La fe mueve montañas. El espíritu mueve a la fe.

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Muchas gracias Felipe por estas palabras alentadoras que testimonian un espíritu lleno de vida e ilusión tan a pesar de dolores profundos. Hay motivos para tener Fe. Un abrazo.

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