Luego de cuatro días, unas botas despegadas, una casi crisis de pánico a más de cuatro mil metros de altura, tres uñas que amenazan con caerse, la mejor comida peruana, nuevos amigos, mi cuerpo puesto gloriosamente al límite, incontables escaleras —la verdadera venganza Inca, si me lo preguntan— e incontables putazos, llegué a la Puerta del Sol el lunes 24 de julio a las ocho de la mañana.
La vida es corta y yo siempre tengo miedo de morirme antes de tiempo. ¿Antes de qué? No sé, de vivir, quizás, y eso me ha salido caro a veces. Soy esa chica que anda fabulando planes que no sabe muy bien cómo llevar a cabo, pero que termina haciendo realidad, y de esto también culpo a los libros. Culpo a mis amados Balzac y Yourcenar, que dan ganas de destruirlo todo y rehacerlo cuantas veces lo pida el mundo; sin explicaciones ni instrucciones, como los Incas.
Leer es soñar, jugar a ser otre, a ser todos. Mi abuelo jamás salió de Colombia, pero su biblioteca era un portal intergaláctico frente al que yo me detuve muchos años esperando ser abducida. Por eso, hoy que estoy esplendida y que todo se me ilumina, vengo a hablar de los dos últimos libros que leí; son dos historias que quizás se conviertan en pilares de mi biblioteca, hablan sobre el amor por leer y acompañaron mis días entre caminos y aviones.
El primero es La biblioteca de los susurros, de Desy Icardi. Una novela juvenil sobre una chica que, además de oír voces, se refugia en una biblioteca donde encuentra un mentor lector. No es mi historia pero sí lo es, no la escribí yo, pero qué bello es encontrar, aunque sea en la ficción, otras personas que hacen de su soledad un refugio confortable entre los libros. Es una lectura ligera, de final predecible y llena de lugares comunes, pero los libros que hablan de libros siempre tendrán un lugar sobre mi mesa de noche y en mi corazón. Además, tiene frases como: “Saber usar la fantasía a veces es más útil que las lecciones aprendidas”. Si están buscando una perfecta lectura piscinera de verano, ahí la tienen.
El otro libro es Bonsái de Alejandro Zambra, un libro/shot de sentimientos encontrados. Me gusta el simbolismo que propone, la idea de que no todos los amores son iguales y que, para honrarlos, solo hay que seguir viviendo. La imagen de que el amor es como una planta, aunque cliché, es muy acertada. Zambra es cero condescendiente y nos deja el corazón colgando de las ramas de ese bonsái imaginado. Es el libro perfecto para un pasadía, para un domingo, incluso para uno de esos bloqueos por andar leyendo ladrillos de muchas páginas. Pero, lo más importante, es un libro para sentir. Léanlo, son un poco más de cien páginas, no es que tengan que mentir ante la inmensidad que resulta leer En busca del tiempo perdido como lo hacen sus protagonistas. Tiene algo que me encanta: amantes que se leen en voz alta.
Bueno, para cerrar, y porque estoy mística, les pido que al terminar de leer esto se pongan los audífonos y escuchen una de mis canciones favoritas de la vida. Imagínense en ella, salgan a caminar, a montar bici, cojan un bus, móntese en un avión, o en lo que la vida les permita viajar. Vayan y denle play a Vuelta por el universo, de Cerati y Melero.
Y si no quieren leer nada de lo que hoy les recomiendo, no importa. Recomiéndenme sus lecturas, que esa es la mejor manera de conocer a alguien.
Esta columna fue escrita desde un tren en medio de Los Andes.
Añadir nuevo comentario