La mayoría de las veces, lo que vengo a decir se ve opacado, o sencillamente nublado, o tal vez aplastado por eso que me sucede, es como una especie de lotería en la que yo, como un cervatillo inocente participo: salgo de mi casa, dirigiéndome hacia acá con todo planeado, todo por decir, todo escrito y todo pensado, y algo sucede. Es entonces cuando siento que debo contarlo, cuando resuelvo que lo que había pensado, lo que había escrito, lo que había dibujado en mi mente y preparado frente al espejo ya no es necesario, porque eso que sucedió, mágicamente, fue definitivo.
Curiosamente, hoy no es ese día. Hoy no pasó nada, hoy nadie me interrumpió, no me encontré a nadie, nada cayó del cielo, nadie dijo o gritó a los cuatro vientos algo para que yo lo escuchara, nada pasó en el semáforo, porque estaba en verde, no había vendedores, el tráfico era de ensueño. La llegada acá fue perfecta, llegué con el tiempo suficiente, no tuve que correr, pude beber agua antes de verlos a ustedes llegar, sentarse a conversar, silenciarse, y, ahora mismo, escuchar. Y, gracias a que no pasó nada, les voy a contar lo que venía a contarles. Recibí una llamada de un empresario que prometía hacer que yo ganara el Premio Nobel de Literatura antes de veinte años sin que yo hiciera el mínimo esfuerzo, o, mejor dicho, sin hacer algo diferente a lo que he venido haciendo hace treinta años, que es, palabras más, palabras menos, escribir. La llamada, antes de causarme alegría, esperanza o motivación, me causó desconfianza, me causó molestia y me clavó una espina en el pecho, y quiero sacármela con esto que les voy a decir, con esto que vengo a contar.
La respuesta, como sabrán las personas que me conocen y conocen mi obra, fue un no vertiginoso, mucho más veloz de lo que la persona al otro lado de la línea hubiera esperado. Porque, según argumenté, no me interesa ese galardón, menos si tengo que vender mi alma, de una u otra forma, a ese diablo anónimo y sin rostro que me estaba llamando. Si bien esta persona lo único que solicitaba era un porcentaje del premio en metálico, el setenta por ciento del total de dinero, lo que menos me importaba era eso, bien podría dárselo todo, bien podría decirle sí, si no tenía que hacer nada sino dejarlo que se encargue de toda la burocracia mientras yo moriría lento, pero seguro, sentado en esta silla sin que nadie me moleste. Pero no se trata de eso, porque existen premios literarios así como existen lugares a los que la gente va para que la vean, a los que la gente va porque debe de ir, no porque debe ir, existen cosas que las personas hacen para y no porque. Y es ahí, justamente ahí, en dónde radica el problema que tuve con esa llamada, con esa filosofía de negocio, con ese mecanismo demoniaco y con esa industria de mierda. Porque yo no escribo para, escribo porque.
Hoy no voy a leerles la mente, aunque ya lo hice, pero no lo voy a hacer.
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