Dom, 05/15/2022 - 07:31

Caminamos sobre el mundo, que es una cuerda floja

Una vez más, y como si se tratara de un niño que está conociendo el mundo y no de un poeta viejo o un hombre con un alma vieja desde hace cuarenta años, me sorprendió algo que vi en el camino hacia este lugar.

Sucedió en una esquina cualquiera de una ciudad cualquiera, para no mencionar el nombre de esta que habitamos, porque ya sabemos que, al mencionarlo más de una vez en un recinto cerrado, se llena de humo de automóvil viejo, de contaminación visual, de ruido impertinente y de todo lo posible, y, además, de todas las cosas malas que tiene esta ciudad, por eso es mejor llamarla como cualquier otra, solamente ciudad. En la esquina había un semáforo muy cerca a otro, ubicado en la calle perpendicular, y una cuerda amarrada a cada uno de los postes verticales de las señales de tránsito, de las que pendía un artista callejero, parado sobre la cuerda, mientras realizaba malabares con unas bolas coloridas. Desde allí, saludaba a los transeúntes con su sonrisa y, con sus ojos, les pedía monedas a los autos y quien las recogía era su compañera que, disfrazada como él, recorría el pasillo entre los automóviles, sonriendo muy alegre y haciendo el ademán de la moneda que ingresa en un sombrero de mago. Tras ella, un niño de unos siete u ocho años, disfrazado como ellos, la seguía muy de cerca, también realizando un acto de malabarismo, para sorpresa de muchos de los que contemplamos el espectáculo. El niño, al igual que su padre, suponiendo que era su padre, lanzaba al aire y no dejaba que se cayeran al piso sus tres pelotas de colores que, en su caso, eran un poco más chicas. La única diferencia entre el hombre equilibrista y su hijo era que el niño hacía equilibrio parado sobre el mundo, y cuando digo que hacía equilibrio sobre el mundo, me refiero a que, literalmente, el niño movía sus pies con el cuidado de no perder el equilibrio y caer quién sabe a dónde, aunque fuera la calle lo único debajo de él.

Tan pronto el semáforo cambió a verde y arrancamos, y los dejamos atrás para siempre, pensé en que así se podría definir nuestra existencia, como ese niño que se convirtió, sin saberlo, en un maestro de vida para mí. Vivimos en ese perpetuo equilibrio, en esa lucha constante para no caer en un precipicio inexistente o, peor aún, en ese precipicio que llevamos en el pecho. Es por esto que digo que los niños, desde siempre y para siempre son y serán los grandes maestros de la humanidad, primero, porque lo saben todo, segundo, porque no saben que lo saben todo, y tercero, porque jamás sabrán que lo sabían todo cuando lo sabían. Así, pues, quienes en este momento se encuentren cerca de un niño o al alcance de uno de ellos, o lo tengan en su radar, al alcance de sus sentidos, algo que podría servirles para cualquier aspecto de su vida es prestarle atención, ver qué hace, escuchar qué dice, sentir qué siente. Ese niño, sin saberlo, como los grandes maestros de toda la historia de la humanidad, estará enseñándoles algo que les va a durar para toda la vida.

Varios de ustedes se están preguntando ahora mismo qué hacer si no tenemos un niño al alcance de nuestras manos. La respuesta es muy simple, y también ustedes la tienen, sean ustedes ese niño.

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