Yo conocí a Alejandra presa del aburrimiento a los 15 años, cuando un poemario color rosado saltó a mis ojos entre todos los libros de señores que tenía mi papá en su biblioteca, una biblioteca que hacía poco tiempo había mutado en mi cuarto. Todavía conservo ese libro que heredé por el derecho que nos da el destino.
Siempre digo que lo único que sé hacer en la vida es leer, porque los libros me han salvado y acompañado desde siempre. Al parecer sé hacer muchas más cosas, porque -muy a mi pesar- no es leyendo que me pago la vida, pero es leer lo que me da vida, es la posibilidad de ir y ser cualquiera, de arrullarme en los silencios y abandonos, lo que siempre me lleva a definirme como alguien que lee y es de eso que voy a hablar en este espacio.
Yo soy la niña solitaria a la que su abuelo le enseñó a leer. No me refiero a la habilidad de juntar las letras para armar palabras, aunque eso también me obsesionaba, sino a que los libros tenían la respuesta de todo, y que, como para Alejandra (estamos juntas desde mis 15, así que me gané el derecho de hablarle por su nombre), son el mejor antídoto contra el aburrimiento.
Ahora sé que he podido darle a la vuelta la ausencia de mis padres gracias a los libros, también aprendí que dejar una niña sola frente a una biblioteca, sin guía de nada, se llama abandono, y que quizás mi abuelo lo supo siempre y por eso me dio esta herramienta. Me enseñó de la misma forma que él lo había hecho consigo mismo a moldearse entre sus lecturas, soy todo esto porque cuando se deja un espacio vacío, alguien o algo más lo ocupa, así leí a Dickens a los 9 años, a Margarite Yourcenar a los 13, y a los 16 me entregué a Shakespeare. Por ese entonces, la mayoría de mis lecturas eran firmadas por hombres, primero porque eran los libros de mi papá, segundo, porque así funciona el canon y es que, por allá, a principios de los dos mil, nadie a mi alrededor se preguntaba dónde estaban las mujeres en todo esto que llamamos literatura, y de eso también voy a hablar aquí.
Ese documental sobre la vida de Pizarnik me enamoró más de ella, me reconocí, ahora no solo nos unían los pájaros y las soledades, podía imaginar una niñez juntas tomándonos de la mano para ir a buscar algún libro. Quise abrazar a la niña Alejandra como he aprendido a hacerlo con Juliana y confirmé – una vez más- por qué la voz de los que crecemos abandonados, solitarios, al lado del desfile de los que se hacen llamar los indicados, me interesa tanto.
Claro que hay un compromiso estético con todo lo que hago, pero en esta curaduría no caben los de siempre, ellos (los hombres, los blancos, los dueños de la tierra) ya han sido escuchados, yo quiero que abramos la puerta de todas las jaulas.
Mi historia como lectora siempre será un homenaje a mi abuelo, una conciliación con la soledad, pero no solo eso, tiene matices y muchos más personajes, es una historia rebelde que busca aliados, segura de que hay muchas más personas como yo, paradas frente a una biblioteca, refugiándose de sus miedos, cultivando amores y creando rituales, y eso es lo que pretendo ofrecerles cada vez que vengan a este rincón a pasar el rato entre libros, arengas, canciones y mucha gente mal portada.
No quiero hablar de soledades como dolores, eso lo hacen los medios amarillistas, quiero honrar a los y las genios que me han servido de refugio, para encontrarnos, para el chisme morboso, están los tik toks.
Esta columna pretende ser una simulación de esas conversaciones que tengo con mi gata mientras hierve el agua para el té, sobre esas preguntas que me visitan en medio de una película y debo apuntar en el bloc de notas del celular. Reconocer las soledades y sus orígenes son una exploración sobre la humanidad, un abrazo al pasado y un compromiso de reparación, algo que creo que todos necesitamos en este país al que ni siquiera lo abandonaron frente a una biblioteca.
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