Entonces salen frases del tipo “Es que yo entendí que usted decía que…”, “Pero es que como dijo que…”, y otras explicaciones, ya no de lo que cada uno piensa, sino de lo que pensó que el otro estaba diciendo.
Estas situaciones se presentan por la tendencia, ya comentada, que tenemos de asumir cualquier afirmación como un atentado a nuestro cúmulo de creencias respecto de algún tema. Sentimos, de modo personal y muy emocional, que eso que el otro acaba de expresar amenaza dejar sin piso lo que hasta ese momento hemos considerado la verdad última e incontrovertible sobre el asunto, es casi un sacrilegio que se intenta cometer.
Entonces reaccionamos con pasión en defensa de nuestro entendimiento de ese punto. Generalmente empezamos diciendo “No estoy de acuerdo…”, y antes de que el otro se dé cuenta de lo que ocurre ya le hemos descargado tres o cuatro razones por las cuales lo que dijo es una soberana burrada.
Normalmente, el otro atiende alguna de las tres descargas, pero entonces recibe otras cinco, en ráfaga imparable, apabullante… tenemos mucha munición para defender nuestro “castillo de certezas”.
Visto desde la distancia, es realmente fatigoso un episodio de esos. Al final uno se siente cansado, y un tanto avergonzado por haber estado controvirtiendo lo que no existía, como embistiendo a una sombra.
Nos toca luego hacer una retirada que intenta parecer digna, con algo como “Bueno, pues me alegra que estemos de acuerdo…”, o alguna otra fórmula de compromiso similar, pero por dentro uno se dice a sí mismo “¡Mucho pendejo que es usted!”… Claro, cuando uno conserva todavía un poco de vergüenza…
Una estrategia que intento aplicar cuando aparece una “amenaza a mis convicciones” es asegurarme de que el otro dijo lo que yo entendí que dijo.
Entonces, en lugar de empezar con el retador “No estoy de acuerdo…”, intento verificar que entendí bien, y la mejor manera para lograrlo es preguntar si lo que entendí es lo que dijo.
La mayoría de veces esas discusiones ocurren porque la otra persona construye las frases de un modo diferente al nuestro, y eso nos induce a error, a entenderle mal. Una de las dificultades más corrientes se presenta cuando la gente usa negaciones para afirmar. Por ejemplo, dicen algo como “No es posible desconocer que no es cierto que uno se niegue a hacer un servicio”, y uno se queda pensando “¿Hace el servicio, o no lo hace?”.
Así que le pregunto al otro si él “hace el servicio o no lo hace”, y obtengo claridad sobre la situación. Quizá luego le pregunte por qué prefiere hacerlo (o no hacerlo), y una vez conocidas sus razones pueden quedar sin fundamento las cosas que yo iba a decir.
Me ahorro, entonces, una discusión bizantina.
En esto de las conversaciones es importante la actitud fundamental con que se asumen. Si para usted lo más importante es pasarla sabroso con la otra persona, hablar relajadamente, sin tomarse las cosas a título personal, tendrá más oportunidad de detenerse, antes de armar la discusión, y averiguar si entendió bien lo que dijo ella; pero si está montado sobre su “adorable Ego” y lo quiere mostrar para que todos lo admiren y lo alaben, seguramente se enganchará en una de esas discusiones inútiles y desgastadoras a la menor oportunidad.
Piénselo. Se vive mejor, se conservan más amistades, se disfruta más el día, y la noche, si no se engancha uno en discusiones que solo dejan resentimientos.
La mejor forma de conversar es preguntando. Las afirmaciones, y más si son radicales, solo aplican cuando se intenta convencer al otro para que haga lo que uno quiere, como ocurre con los predicadores religiosos, los políticos, los publicistas y vendedores… todos bastante aburridores, por cierto.
Es mejor preguntar. Se aprende más, se va más seguro, se vive más relajado.
Antes de responder, conviene haber entendido bien la pregunta. Si tiene dudas, verifique.
Y si no está de acuerdo con lo que dije (y si está de acuerdo, también), comente, y lo discutimos de buen modo. Y no deje de leer la próxima columna.
Namasté.
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