Pasamos horas frente a una pantalla llenando hojas y formatos que son y solo serán importantes durante una cuantas horas. Nos hacemos esclavos de un algoritmo, de un ritmo desenfrenado, temiendo dejar de ser vigentes, relevantes, observables y leíbles que es como decir medibles.
Nos obsesionamos con los calendarios y los organizadores y vamos anotando ahí, en esos recuadros, todos nuestros deber ser y así vamos metiendo nuestra vida en esas líneas impresas en papel y creemos que la vida es eso: la reunión de las tres, la entrega de las seis, el documento de enviar a las ocho de mañana, a más tardar. Todo urge. Todo tan inmediato. Todo tan grave.
Quizás es así como se nos olvida que la vida es lo que pasa fuera de los planificadores. Que la vida está por fuera de los bordes de los deber ser. Del afán, del algoritmo, de la producción de contenido y de clics y de ventas para llenarle la cuenta y el ego a algún señor para el que somos fichas y nada más que eso. Descartables, como cualquier material.
Creemos que la vida es ese llenar espacios, ese ruido, ese estar ocupados, ese ser útiles que en el fondo o tal vez no tan en el fondo es ser usables. Nos dejamos convencer de que la vida es ser funcionales para alguien más.
Y dejamos todo lo demás a un lado. Perdemos la vida para no perder el tiempo. Ya no reivindicamos lo inútil de ir a caminar, de hacer una revista aunque nadie la lea, de escribir un cuento, de mandar un mensaje sin un “para qué”, solo por el interés en el otro.
Necesitamos más cosas inútiles, más actos improductivos. Dejar a un lado los discursos de superación y de “echarleganismo” que no son más que discursos de autoexplotación, frases escritas por charlatanes a los que les pagaron para escribir libros y dar conferencias que nos hicieran creer que es deseable dejar que nos vivan si al final del día nos arrojan 3 o 4 monedas con la ilusión ridícula y falsa de que un día serán más.
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