Sáb, 04/01/2017 - 07:41

El desacuerdo produce sordera

Hay una gran diferencia entre el cuento que nos echamos sobre cómo son las cosas y la realidad de cómo funcionan en la vida cotidiana, cómo son realmente.

En la teoría de la Educación, hay un docente perfectamente capacitado en su área y en las destrezas pedagógicas, equilibrado emocionalmente, que llega al salón de clase con la alegría de hacer lo que más le agrada (enseñar) y con un cariño humanista por sus alumnos, y encuentra unos estudiantes bien dispuestos, deseosos de aprender, que lo reciben con agrado y con respeto para escuchar su lección.

En la práctica cotidiana, la mayoría de los docentes tienen deficiencias en varios aspectos de su formación profesional (también ellos, como sus alumnos ahora, aprobaron asignaturas sin hacer sus deberes, dolosamente), padecen desajustes emocionales crónicos y otros agudos (generados por sus relaciones familiares, dificultades económicas, enfermedad, etc.), están en la docencia por razones diferentes al gusto por la misma y no tienen una inclinación natural de cariño hacia los alumnos (de hecho, muchos los detestan en secreto).

Esto suena duro, ya lo sé, pero así lo he observado durante muchos años dentro y cerca de la educación formal. Muchas otras personas coinciden conmigo en esta apreciación, pero no se atreven a decirlo porque “no es políticamente correcto”; ocurre como con “El Traje Nuevo del Emperador”.

Si pasamos a otros ámbitos profesionales encontraremos una situación similar en lo fundamental, matizada por las particularidades de cada escenario.

En este momento ya debe haberse producido en muchos lectores el efecto que anuncia el título de esta columna: Se les ha disparado una sordera selectiva que les impide escuchar de verdad los argumentos que se presenten, porque están en desacuerdo con la radiografía que empecé a mostrar. La otra opción para el título de esta columna era: “No hay peor sordo que el que está en desacuerdo”, pero resultaba muy largo.

A pesar de ello, terminemos de pintar el cuadro.

En la contraparte de la situación educativa, el docente llega a un aula (que debería llamarse jaula, en serio, pero esto exige otro escrito) donde debe meter por coacción a unos estudiantes que están allí con ganas de muchas cosas diferentes a aprender, que también padecen desajustes emocionales originados en problemas afectivos familiares, económicos (muchos están desnutridos), hormonales, existenciales, etc., y que lo que realmente necesitan es que alguien los escuche amorosamente y les dé un abrazo solidario, y no que les enseñe unas asignaturas que parecen no tener nada que ver con su vida presente o futura (en lo cual tienen toda la razón).

Así que la realidad desbarata ese cuadro ideal que mencionamos al comienzo, y se presenta como una situación en la que resulta realmente milagroso que los estudiantes “de verdad aprendan algo de lo que se les enseña”.

Si quiere una demostración de sordera por desacuerdo, dígale estas cosas a cualquier “experto en educación”, y verá cómo se empeña en demostrarle la cuadratura del círculo.

Pero nuestro asunto de hoy no es la educación, sino que la usamos como ejemplo ilustrativo de la diferencia entre teoría y realidad, y como introducción al síndrome que nos ocupa: La sordera producida por el desacuerdo.

Tan pronto se dice algo con lo que no estamos de acuerdo, nuestra atención se centra exclusivamente en ese punto y nuestra motivación automática es demostrar que eso está equivocado. No importa si es una idea secundaria, un detalle accidental dentro del discurso, a partir de oír eso dejamos de atender a todo lo demás, los argumentos mejor construidos nos resbalan, porque solamente queremos rebatir eso con lo que no concordamos.

En la teoría, usted y yo somos personas con inteligencia y buenas maneras para convivir, respetuosas de los demás, que argumentan sus diferencias sobre la base de escuchar atentamente los razonamientos del otro (y los propios, de ser posible). En la práctica, cada vez que escuchamos cualquier cosa diferente a lo que cree nuestro Ego, saltamos como fieras a defender nuestra creencia, y en esa defensa apasionada de nuestra interpretación del mundo perdemos la ecuanimidad, la escucha atenta, la civilidad, el respeto a los demás, etc.

Puede ser que a los tres minutos de haber “caído la bomba” estemos diciéndole imbécil a nuestro interlocutor, aunque sea con palabras menos directas; puede ser que a los diez minutos hayamos logrado producirle una herida importante a lo que hasta ese día era una saludable amistad.

Es lógico que estemos convencidos de que las cosas son como nosotros creemos que son. Si pensáramos que son de otro modo, actuaríamos de acuerdo con ese otro modo, aunque suene a perogrullada. Lo que no es lógico es que esperemos que uno tenga TODA LA RAZÓN DEL MUNDO y todos los demás estén equivocados, que lo único cierto sea lo que uno piensa, y que pretenda que todos los demás cambien su pensamiento hacia el de uno.

Y no solo es ilógico, sino peligroso, porque hay algunos desquiciados que son capaces hasta de asesinar para imponer a los demás su forma de entender la vida; de aquí surgen los dictadores, los tiranos que pretenden el pensamiento unanimista de toda una Nación.

Así que, conviene a nuestro más equilibrado desarrollo personal y a unas mejores relaciones interpersonales, a unas más satisfactorias amistades y afectos, reconocer y superar esa sordera automática que nos produce el desacuerdo, seguir escuchando los argumentos del otro, preguntar para precisar lo que dice, admitir como posible (y hasta probable) que el equivocado sea uno, revisar con atención y honestidad intelectual su tesis, y no entrar en una confrontación que no resulta indispensable y que muy posiblemente se resolverá sola al cabo de unos días.

Namasté.

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