Pero sin entrar en esos detalles, que no lo son, porque qué detalle va a ser que el mundo esté en llamas, y que el fuego, sólo para empezar, esté hecho de carne humana, o que respirar junto a otro sea un riesgo de salud pública, aunque siempre lo ha sido, sino que no nos importaba, vamos a lo que vinimos, o, más ciertamente, voy a lo que vine, y, entonces, ustedes vengan a lo que no vinieron.
El caso es que vine a contar, como vengo haciéndolo los últimos años, casi sin dejar enfriar la piel ni las vísceras, lo que me acaba de suceder para que, junto a ustedes, como testigos, y sin que digan algo, con solo pensarlo, la solución sepa llegar y, si el tiempo se nos alía, pueda contárselos después. Recibí una llamada para enfilarme en un ejército de inmediato y viajar a una frontera que ni conozco ni sabía que existía para defender a unos grupos armados que desconocía, de paso, y que luchan por su independencia del país al que se adhirieron por error en algún momento de su historia. Hubiera prestado atención a todas y cada una de las instrucciones que me fueron dadas, como si a quien buscaran fuera a un robot y no a un ser sintiente, si no fuera porque el teléfono que contesté no era el mío, cosa que noté después, sino el de alguien que, por error, quiero pensar que así lo fue, porque, de lo contrario, no habría ninguno, en el transporte público, intercambió el suyo con el mío. Espero que esa persona no haya recibido la llamada que me notificaba que había sido yo el encargado de sufrir el Nobel de Literatura de este año, porque eso no se lo deseo sino al peor de mis enemigos, y vaya uno a saber quién se le hace al lado en el transporte público de una ciudad en guerra. El caso es que creo que con mi silencio estoy ayudando a que alguien en lugar de ir a la guerra vaya a la paz, porque no se sabe, y eso sí que es cierto, cuándo va a ser la última cena en familia que alguien va a tener en sus hogares.
Es cierto, tengo que reconocerlo, además porque sé que ustedes lo saben a la perfección, no soy sino una golondrina que quiere hacer llegar el verano, con el agravante de que de donde soy el verano no es un lapso de unos pocos meses, sino más bien un estado de ánimo, y, casi, un lugar. Pero, quién que haya visto alguna vez a una abeja volar, o mejor si la vio clavarle el aguijón e irse sin culpa, no ha pensado que el mundo se ha salvado gracias a que alguien, llamémosle individuo, se atrevió a ser y a hacer lo que sus tripas, sin razón lógica de por medio, lo hicieron hacer.
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