Dom, 01/05/2020 - 05:41
Fotografía tomada del siguiente enlace: https://pixabay.com/es/photos/suicidio-el-ahorcado-soga-muerte-2347543/

El suicidio en la era de las redes sociales

De acuerdo con los datos más recientes de la Organización Mundial de la Salud (OMS), 800 mil personas se suicidan cada año. Cada cuarenta segundos alguna persona, en algún lugar del mundo, se está quitando la vida. Es decir, mientras me tomo este café y escribo esta columna, en lo que me demoraré un par de horas, 180 personas habrán tomado la decisión fatal de no vivir más. Muchas de estas personas estarán entre los 15 y los 29 años, porque el suicidio es la segunda causa de muerte en ese grupo etario. Y casi el 80% de los suicidios serán en países pobres o de ingreso medio, de acuerdo con la información de la misma organización.

Sin embargo, más allá de las cifras, el suicidio es un tema que me llama poderosamente la atención porque rompe de tajo esa noción mística de que solo Dios es dueño de la vida, al menos ese Dios católico en cuya fe muchos fuimos formados como una verdad omnipresente e incontrovertible. Porque el suicidio tiene la particularidad de que no discrimina religión, ni nacionalidad, ni color de piel, ni tendencia ideológica o política, ni orientación sexual, ni nada. El suicidio no tiene fronteras ni creencias, simplemente existe como una alternativa latente que tienen los humanos para poner fin a su existencia sin importar las motivaciones. El suicidio es una decisión.

En este orden de ideas, es necesario trascender la tragedia humana profunda que representa un suicidio y comprender cuál es el trasfondo que rodea este fenómeno masivo y continuo que está llevando, justo en este momento, a 180 personas al final de sus días. Debo advertir que no soy experto en el tema desde el punto de vista médico, científico o terapéutico, solamente hablo de un tema que es recurrente en mis elucubraciones porque siempre me he preguntado cuál será esa última sensación, la última imagen de un suicida en su mente antes de tomar una decisión tan definitiva e irreversible sobre una vida, la propia, que no va a retornar jamás.

Más allá de los desequilibrios propios de la química del cerebro y la cantidad de enfermedades mentales que padecen cada vez más personas, incluso, de una manera imperceptible porque las enfermedades mentales son difíciles de diagnosticar y los servicios de salud no son especialmente diligentes con este tipo de patologías, el suicidio además debe ser considerado como un hecho social que supera al individuo y se enquista en la sociedad como un fenómeno recurrente. Ya el sociólogo francés Emile Durkheim había hablado sobre este tema a finales del siglo XIX y había intentado, a partir de cierta clasificación, explicar al suicidio desde una perspectiva sociológica.

La pregunta que surge en torno al suicidio es qué hace que una persona pierda el gusto, el interés y el afecto por la vida, de dónde surge “el desencantamiento del mundo”, como lo señalara Max Weber en su momento. Las respuestas pueden ser tan variadas y diversas que atreverse a generalizar sería un absoluto desatino. Sin embargo, tomaré el riesgo de especular sobre lo que percibo, dentro del entorno cultural y social que me rodea, por qué cada vez más personas le están perdiendo la gracia a la vida.

Vivimos en un mundo en el que las personas están cada vez más sobreexpuestas y a la vista de sus demás congéneres. La era de las comunicaciones globalizadas y las redes sociales hacen que cada persona pueda exhibir en tiempo real lo que está pensando, sintiendo, viendo y hasta viviendo. Esto ha hecho que cada persona esté expuesta al escrutinio, a la opinión y al seguimiento de los demás. Cada persona organiza sus propias vitrinas de acuerdo cómo se quiere ver y cada red social le permite mostrarse como se quiere mostrar. Somos personajes que navegan en internet transmitiendo lo que queremos representar, avatares inventados de vidas pretendidas que convertimos en hechos, las mentiras que nos creemos, de experiencias auténticas o falsas, no importa. Lo importante es lo que trasmitimos, lo que somos para los demás, en este mundo de exhibición y apariencias.

Por esto los parámetros de la vida se han vuelto tan idílicos y exigentes, cada persona va mostrando en la medida de sus posibilidades cómo va en el camino de sus metas y ambiciones. Para eso están las redes. Allí nos presentamos, mostramos nuestros éxitos, nuestros avances, la agudeza de nuestro pensamiento y la perfección de nuestras vidas. Siento, y esto no es más que impresión personal, que las personas se vuelven cada vez menos resistentes al fracaso y a la frustración, que vivir cumpliendo las expectativas que hemos ido creando en los demás con respecto de nuestras propias vidas ha ido cargando de una presión desmedida e innecesaria el ritmo de nuestras propias aspiraciones. Es como si le debiéramos algo a esos demás, como si nos hubiésemos montado a un escenario en el que nos están viendo esperando a que hagamos el acto central de nuestra función mientras sudamos sin saber si nos va a salir bien o mal. En otras palabras, creo que muchas personas le están perdiendo la gracia a la vida porque están dejando de vivir para sí mismos y están viviendo para los demás, para completos desconocidos o para personas apenas cercanas.

Si bien no puedo decir que esta sea “la” causa de los suicidios contemporáneos, sí me atrevería a decir que es una explicación coherente de muchos de estos. Las redes sociales de alguna manera están sobredimensionando la imagen de las personas hacia los demás y de alguna manera, consciente o inconsciente, hemos permitido que muchas personas se metan en nuestra cotidianidad. Volvernos tan vulnerables al dedo escrutador de públicos enormes e intangibles se está volviendo peligroso para nuestra tranquilidad espiritual y nuestra salud mental. El repliegue no es fácil. Romper los vínculos que se crean en las redes no es fácil porque de alguna manera allí hemos encontrado el nicho de aprobación de lo que somos, de lo que pretendemos ser o mejor, de lo que aparentamos ser.

Volver a los espacios de la intimidad, recuperar el diálogo con las personas de carne y hueso que tenemos en nuestro entorno cercano, retornar a los amigos y a los verdaderos afectos, quizá nos devuelvan una perspectiva más auténtica y genuina sobre lo que somos. Es decir, recuperar la realidad que nos rodea quizás nos dé lazos más firmes para afianzarnos a la existencia. Las redes sociales nos están deshumanizando y nos están volviendo prototipos de lo que aspiramos a ser. En los afectos cercanos y cotidianos está nuestra verdadera esencia, la resistencia al fracaso, los hombros que de verdad van a recibir nuestras lágrimas y el abrazo sincero que nos va a proteger. Por eso me parece entre ridículo, atrevido e irritante que en las propias redes sociales pongan estados tipo para decir que tendremos café y galletas para que las personas tristes vengan a hablar con nosotros y no se suiciden. Cuánta banalización de un asunto tan profundo y serio. Nunca escucharemos a esas personas y esas personas tampoco nos escucharán a nosotros. Los oídos atentos a nuestras tristezas son aquellos que nos conocen, quienes han vivido esas tristezas con nosotros.

Mi intención no es satanizar las redes sociales, que en muchos casos pueden ser tan útiles y que algunas veces pueden hasta generar afectos genuinos. Y mucho menos quiero ubicar a las redes sociales como una de las principales causas del suicidio porque no tengo elementos serios para hacerlo. Mi llamado sí es para hacer un uso responsable de estas herramientas y tomar consciencia sobre la inconveniencia de exponerse irresponsablemente en estas vitrinas que nos vuelven presa fácil de un mundo inhóspito e indescifrable de millones y millones de personas que no conocemos y que tampoco sabemos si son reales.

El punto sobre el que quiero llamar la atención es la importancia que tiene recuperar el vínculo real con personas de carne y hueso que van a ser capaces de sostenernos en la tristeza y apoyarnos en nuestros fracasos. A veces parece que viviéramos con desconocidos porque nos la pasamos con los ojos más puestos en las pantallas de nuestros celulares que disfrutando la compañía de las personas con las que convivimos.

El desencanto del mundo ha llevado a 180 personas a despedirse de la existencia mientras estoy acá tecleando. Recuperar el gusto por la vida quizá sea recuperar el gusto por lo simple, por lo sencillo, por cosas que nos arranquen sonrisas momentáneas, porque las sonrisas son como esas piedras por las que vamos atravesando un río turbulento para llegar hasta la otra orilla. Es necesario dejar de vivir para los demás en términos de cumplir con las expectativas de lo que esperan de nosotros y empezar a vivir en función de nuestros pequeños sueños, nuestras metas imperceptibles, nuestras alegrías momentáneas.

Dios no es el dueño de la vida. Nosotros somos los dueños de nuestra vida, porque vivir es un derecho, no una obligación. Vivir es un reto diario y a veces los aferramos a las lianas incorrectas y caemos a pantanos de los cuales nos debemos levantar para seguir. El suicidio en mi opinión, no merece un juicio de valor. No es bueno o malo. Simplemente es, y es una decisión que el o la suicida toma con base en un eterno misterio que se irá con él o con ella.

Hace un tiempo terminé de leer el libro “El hombre en búsqueda de sentido” de Viktor Frankl, un psicólogo austríaco que sobrevivió a un campo de concentración nazi en la segunda guerra mundial. Palabras más, palabras menos, Frankl dice que lo que lo mantuvo vivo en ese campo de concentración era el propósito de reencontrarse con sus padres y su esposa una vez superara esa dura experiencia. Cuando salió del campo de concentración liberado por las tropas aliadas, se enteró de que tanto su esposa como sus padres habían sido asesinados por los nazis. Es decir, lo que lo mantuvo vivo no fue un propósito, sino una ilusión. Porque la ilusión en algún momento dado se puede convertir en un propósito. En otras palabras, la vida, solo la vida es un propósito en sí misma y no necesitamos propósitos adicionales para hacerle honor a estar vivos. No necesitamos la aprobación de nadie para sentir que tenemos ese derecho inalienable para ocupar un lugar en el Universo. A mí, por ejemplo, me mantiene vivo la curiosidad. Yo solo quiero saber qué va a pasar mañana. Eso me basta.

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