Mar, 05/22/2018 - 08:14
Fotografía tomada de la página actualidad.rt.com

Entre los rostros de Masumeh está el de mi madre

Entre los rituales de lectura y los sorpresivos encuentros con el ocio, se hallan momentos simples, pero significativamente poderosos en la vida. Entre Masumeh Sadegui y yo, existen tres.

El primer momento tiene lugar el día en que la conocí. Un hiyab ocultaba su cabeza por culpa del estricto código de vestir en Qum, una ciudad al sudoeste de Teherán la capital de Irán. La diferencia cultural entre ambas no fue un problema, dado que la simplicidad de las palabras utilizadas por Masumeh brotaron del único estado del alma que permite hablar y nombrar las cosas como son: la inocencia. Con ese lenguaje universal del alma que todos hemos conocido de niños, Masumeh me transmitió tantas cosas que mi niña interior acabó sacando de su memoria recuerdos atascados sobre el colegio, la amistad, los sueños y el primer amor. Como consecuencia de lo anterior, a la cercanía de sus palabras se le sumó mi imaginación, pues el semblante vacío de Masumeh fue fácilmente llenado por el rostro que yo tuve cuando era niña.

Con ese mismo lenguaje universal supe que aún siendo niña, Said, el primer amor de Masumeh, se convirtió de la noche a la mañana en una sombra de anhelos insatisfechos, que ella fue obligada por su familia a casarse en nombre de las tradiciones ortodoxas del islam con un hombre que no conocía en persona y mucho mayor que ella. Más tarde se convirtió en madre y, eventualmente, su nuevo hogar se convirtió en una cárcel. Masumeh, en efecto, había sido privada de su derecho a crecer naturalmente, algo que solo la madurez sabe agradecer con el tiempo.

Pese a la crudeza en la que se había convertido la vida de Masumeh, seguí jugando a imaginarla. Fue inevitable que el rostro de mi madre no emergiera entre los vestigios de su inocencia interrumpida, por lo que mi imagen inocente e infantil que había puesto sobre el rostro de Masumeh se esfumó. De esa forma, tajante, es que un segundo momento crucial entre ella y yo se inauguró.

En el instinto maternal de Masumeh encontré escondida la figura abnegada de mi madre, pues mi madre, al igual que ella, también soportó la soledad que trae asumir un rol dentro del amor romántico. Una soledad dirigente pero ingrata, porque cargar con todo el peso de la crianza y el hogar, implica tener que adaptarse a las circunstancias y poner cada empeño al ritmo de la vida de los demás, de los otros.

Sin importar la nacionalidad, Masumeh es un espejo del flagelo que todavía despiertan los matrimonios concertados, el rostro nada romántico y solitario de tener que asumir una vida laboral siendo madres, un retrato fidedigno de cómo las condiciones económicas y académicas influyen lo suficiente para que la maternidad no sea tomada como una decisión sino como un destino inapelable que tarde o temprano llega; y por último, una pincelada sombría de lo que ha sido el papel paterno dentro de muchísimos hogares en el mundo.

Me enteré por ella que cuando la revolución del 79 en Irán estalló, su vida se complicó mucho, de esos años tan difíciles adquirió experiencia y sabiduría, aunque al igual que todos, la sabiduría de su vejez terminó convertida en pensamientos sin futuro. Una vez que Masumeh renegó de la suerte de su destino, un destino accesorio que se rigió por las creencias y los objetivos de los hombres que la rodearon, se abrió el tercer y último momento entre las dos, quizá el más álgido de todos: cuando Masumeh se convirtió en el rostro y la voz de millones de mujeres al volver a ser lo que siempre había sido, el personaje principal de ‘El libro de mi destino’, escrito por la iraní Parinoush Saniee.

Las palabras derrotadas de Masumeh son antiheroísmo conmovedor puro, en la resignación por su destino hay una simbología heroica, pues aceptar la realidad suele ser potencialmente liberador para los demás, sobre todo en estos tiempos, en donde los pensamientos necesitan tener un futuro.

 

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