Porque no hay verdad sino verdades, versiones. Por eso quienes escriben los libros de historia en nombre de la verdad, lo hacen para contar la versión que le conviene a los señores que han ganado siempre, esos señores feudales y acaudalados que han acumulado sin ningún escrúpulo, señores a los que una verdad de otras verdades aterra, porque será una multitud de voces que desentierre esa verdad detrás de su "verdad" comprada y por ende manipulada.
Por eso escribir es mentir, porque es habitar las grietas que surgen al romper esa verdad que en realidad es comodidad, tachar las palabras de los libros hechos a medida y narrar sobre ellas, o al margen, las otras versiones calladas tantas veces.
Al escribir, decía Borges, «uno sabe que todo es falso, pero, sin embargo, es cierto para uno».
De eso se trata, después de todo. De narrar historias que no sean ciertas, pero a través de ellas, abrirle paso a las voces derrotadas y contar su verdad.
Contar, por ejemplo, la historia de un militar retirado que espera su jubilación mientras escapa del hambre para hablar del olvido de los derrotados y decir que un soldado es ante todo una ficha de una mano poderosa. Narrar un país que enferma de ceguera para retratar la crueldad humana, la imposibilidad de ciertas almas de sucumbir ante la tiranía y la fuerza de lo comunitario. Inventar un convento que es refugio de seres que huyen de la guerra cargando los pedazos de vida que les quedan para ponerle un nombre al sufrimiento de los desplazados.
Mentir, inventar, crear personajes y dolores que no existen para con ellos decir esa verdad que no cabe en los libros que mandaron a escribir. Mentir, al final, algo que sea cierto para uno.
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