Dom, 11/21/2021 - 08:21

Hay cicatrices que no sabemos en dónde se quedaron

Décadas atrás, digamos hace unas tres, una tarde gris y lluviosa, a lo mejor la misma tarde lluviosa que me hizo empezar a amarlas así para siempre, mientras miraba a través de la ventana y deseaba ser uno de los perros de mi abuela que jugaban como si el agua no mojara, se me ocurrió que el mundo podía cambiarse a mi antojo, eso sí, si mi interlocutor no sabía que yo acababa de inventar lo que le contaba o, para intentar ser tan exacto como entonces, como si alguien de otra especie empezara, de pronto, a entender la lengua en la que yo me comunicaba.

En adelante, y para siempre, mi vida se convirtió en una especie de versión de la anterior vida que, a su vez, era una de las ramas de la anterior versión, hasta llegar a ser una hipótesis permanente en la que casi siempre todo puede salir de cualquier manera menos de la esperada. Ese fue, sin duda, o casi, el origen del fabulador que terminé siendo, el génesis de este permanente éxodo de mí mismo, de este apocalipsis que veo a toda hora en el mundo y en los otros.

Es por eso, y porque una vez una manada de perros, tal vez asustados de mi falta de ruralidad, me persiguió y, al darme alcance, me mordió con todas sus bocas mis tan pocas nalgas hasta que desafilaron sus dientes, que cada vez que tengo un perro cerca me siento neutralizado, tanto física como intelectualmente, como si supiera que con su sola presencia algo en mí va a cambiar para siempre. Aunque sea ese que descansa en sus brazos, señora, o tenga la sangre tan fina como la tela que lo envuelve, no importa, también me neutraliza y resulto, sin remedio, empezando una vida nueva tan pronto se aleja de mí. No sé, entonces, qué me espera en cuanto salga de esta sala y emprenda el camino hacia mi casa, mientras atravieso las calles mojadas de esta ciudad con nubes propias, mientras evito ayudarle a las habilidades de quienes quieren tener las cosas que no les pertenecen, mientras todos los que me cruzo viven una vida como si hubiera un mañana, y mientras el mundo va a su ritmo, aunque yo crea que va al mío, y no le importa sino ir.

Ahora, y sólo ahora, frente a todos ustedes, pienso entonces que luego de darnos cuenta de que somos misterios insondables todo resulta tan insignificante que, nosotros mismos, inclusive, pasamos a formar parte del ejército de cosas que importan menos, porque en realidad no importan. Y a qué voy, ya sé que se preguntan, con todo esto, si ya ni soy niño ni tengo vuelta atrás para que la manada aquella me desmuerda, pues es tan simple como ya lo dedujo la persona que, por lo mismo, se fue al baño y no volvió, no tenemos que pensarnos desde el futuro, sino desde el pasado, para que esa persona que vamos a ser se entere de que va a tener un pasado y, al menos, se fije mejor cuando se encuentre una huella suya sin nombre ni firma.

Añadir nuevo comentario

CAPTCHA
Esta pregunta es para comprobar si usted es un visitante humano y prevenir envíos de spam automatizado.