Nos dejamos convencer de que la felicidad era esa postal, ese manual de instrucciones, una lista: una casa, un carro, una empresa, unos hijos obedientes. Nos convencimos de que la felicidad era la obediencia y era la meta, pero la felicidad podía ser y era necesariamente otra cosa: la felicidad era el camino y sobre todo caminar, ir andando, ir escribiendo, ir componiendo. La felicidad era irse, soltar todo y largarse, como decía Silvio Rodríguez: la felicidad era estar en un parque escuchando canciones de The Clash o de Eskorbuto o de Gp o de cualquiera de esos grupos malditos, la felicidad era escribir poemas en papelitos y guardarlos en la mochila para encontrarlos mucho tiempo después, cuando ya las palabras significaban otra cosa y volverlos a leer y buscar esa sensación de nuevo, ese dolor, esa rabia o esa ternura. La felicidad era escuchar una canción de nuevo o volver a un lugar viejo y encontrar otra vez sus rincones y saber que nuestras huellas estaban ahí, en alguna parte. La felicidad era quedarse hablando de Bakunin y de Malatesta y de Emma Goldman y era leer por primera vez los poemas de Benedetti. La felicidad era buscar el aire de otros tiempos y jugar a revivirlo con sus canciones, con sus consignas y era buscar los pormenores de esas fotos a blanco y negro e imaginarse cómo eran esas luchas, cómo eran esas calles, cómo eran esos lugares, cómo eran esos conciertos.
La felicidad era eso que pasaba cuando no había tiempo de pensar en los manuales ni en lo que era la felicidad. Como en el poema de Pessoa: "en mis deseos existe/lejanamente un país/donde ser feliz consiste/solamente en ser feliz". La felidad era eso: ser feliz sin saberlo, ser feliz sin los manuales, sin las reglas para ser feliz; ser feliz era serlo al margen, estando afuera, con los poemas viejos, con los grupos malditos, con el vino barato, con el frío en los dedos.
Nos dejamos convencer de que la felicidad era otra cosa. Pero la felicidad era eso: la felicidad era simplemente ser feliz.
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