Cómo explicar que quedarse sentado en un parque viendo a un perro correr tras un palo también es escribir. Que quedarse esperando que la lluvia pase, con las manos en los bolsillos, también es, hasta cierto punto, escribir.
Aunque sean palabras tristes y enredadas que se queden en algún rincón de la mente por si acaso, por si en algún momento vuelven y sirven de algo, o sean garabatos en una libreta que no serán un poema ni el inicio de un cuento o parte de un capítulo de nada. Aunque sean palabras que no vayan a ser publicadas.
Pensar más allá de la utilidad, del “por qué” o el “para qué”, cuando allí se ocultan intereses, ganancias, transacciones o clics.
Hace poco escuché a un poeta decir que escribe para encontrar mil formas de decir lo mismo: que quiere morir.
En un sistema que pide a gritos cosas nuevas, más ruido, más agitación, más tráfico, escribir sobre lo mismo es una forma de rebelarse. Escribir sobre lo que no vende. La lluvia en un parque, los garabatos en libretas, las ganas de morir.
Es un poco como aquella canción de Fito Páez: habrá que declararse incompetente en todas las materias del mercado. Hacerlo para irse a patear piedritas, a ver la ciudad transitar y a imaginar la historia de las personas que caminan encogiéndose de hombros bajo la lluvia, como tortugas que se esconden en su caparazón.
Habrá que declararse incompetente hasta que los fanáticos de las utilidades comprendan cuán ridículas son sus intenciones de medirlo todo, de compararlo y de comprarlo y venderlo, una y otra vez en una transacción infinita para ganar tres o cuatro pesos más que el vecino y poder mirarlo por encima del hombro.
Podríamos dedicar unas cuantas horas de esa autoexplotación que llamamos productividad para entregarnos a la nada, a la contemplación simple y llana. Podríamos, o deberíamos, tirar a la basura esa imposición de producir y volver lo inútil una trinchera.
Dejar de creer que siempre se escribe para publicar, por ejemplo. O que se toman fotos para subirlas a una red social y cambiarlas por unos cuantos Me gusta. O que se lee para llenar una lista que nadie pide, con títulos acumulados: “leí 37 libros este año, leí 53, leí 71”.
O, también, que se camina para ir a alguna parte. Porque a veces se camina solo para recordar que tenemos a dónde volver.
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