Los escándalos de corrupción que han sacudido al país en los últimos tiempos no son menores. El llamado “cartel de la toga” y los sobornos de Odebrecht a las campañas presidenciales de 2010 y 2014 y a algunos congresistas para garantizar la adjudicación de contratos de infraestructura vial, han estado como platos principales de este menú que siempre cambia en una espiral infinita de corrupción que se teje desde las esferas más altas del Estado y hunde sus raíces en los cargos públicos más precarios de las regiones. A esto se suman carteles catastróficos como el de la hemofilia o el SIDA, que dan cuenta de la podredumbre moral tan profunda a la que nos ha llevado la corrupción.
Lo más triste es que estamos presenciando la perpetuación de esa corrupción en las urnas porque los políticos son mucho más que ellos como personas y encarnan clanes enquistados en el poder dedicados al saqueo sistemático de los recursos del Estado. Entonces, la técnica es tan simple como tradicional: Postular a un familiar del congresista investigado o condenado que garantice la lealtad de las clientelas a través del legislativo, lo que le permite al capo desde sus ridículos y provisionales lugares de reclusión manejar los hilos de poder en las regiones para acaparar puestos y recursos de la función pública de acuerdo con sus intereses particulares. Los partidos se encargan de aceitar las maquinarias para asegurar esos feudos regionales y avalan a los candidatos que reemplazarán a sus familiares corruptos caídos en desgracia.
Las clientelas funcionan con base en el poder de unos y las necesidades de otros. El Estado es uno de los principales empleadores del país y la megaestructura de la burocracia da para someter hasta las voluntades más férreas. La política en Colombia es una serpiente que se fagocita a sí misma. Por eso, quienes detentan el poder político tienen a su merced inmensas redes clientelares de personas necesitadas que no tienen ningún reato de conciencia para votar por la persona a la que le deben su puesto de trabajo. O para votar por quién su jefe político les diga. Porque, además, las redes clientelares están jerarquizadas y casi siempre los políticos rinden cuentas a políticos más poderosos. “Compromisos”, les llaman. Las necesidades en Colombia se traducen en asuntos tan básicos como un plato de comida, un mercado, tejas, prebendas o dinero para que los ciudadanos acudan a las manifestaciones de los candidatos y por supuesto, a votar el día de las elecciones. Elementos tan simples y baratos tienen la capacidad de mover estas necesidades a las urnas y lograr la elección de candidatos para ocupar cargos legislativos o para la Presidencia de la República. En resumen, las clientelas están engranadas, aceitadas y funcionando con todo un aparataje estatal y burocrático que les favorece y les propicia.
La esperanza, pues, está en esos candidatos que han probado a través de su trayectoria pública o privada su probidad y su honestidad. Pero acá también nos encontramos con otros cuadros desesperanzadores. Antanas Mockus, por ejemplo, fue el último candidato en el que creí firmemente y de verdad pensé que iba a marcar un punto de inflexión en la política tradicional colombiana a pesar de su derrota en las elecciones presidenciales de 2010. Sin embargo, lejos de asumir el liderazgo de algún proyecto político consistente y de largo alcance, empezó a dar tumbos electorales generando alianzas incomprensibles, contradictorias e insulsas que diluyeron su imagen hasta convertirlo en un político más sin mayor liderazgo. Ahora está encabezando la lista para el Senado de la Alianza Verde, ese híbrido sin identidad que por un lado critica la gestión del alcalde Peñalosa por su demostrada ineficiencia y por otro pone a los concejales que más lo respaldan y lo defienden.
De otro lado, las listas que armó Gustavo Petro a las que bautizó como “Decentes” se caracterizan más por su alcance farandulero que por su estructura política. Gustavo Bolívar, quién lidera la lista para Senado, en cada declaración deja entrever su desconocimiento total sobre el funcionamiento del Estado, el alcance y misión de cada rama del poder público y parece que no comprendiera la preparación que exige un cargo para ejercer como legislador en el Congreso de la República. Solo encarna un discurso cada vez más agresivo y polarizante, que, si bien enarbola las banderas contra la corrupción, lo hace desde la orilla de la confrontación y el epíteto, sin mayor propuesta o programa para mostrar. Petro se ha caracterizado por conformar equipos de trabajo que no le hagan sombra, que no lo confronten ni lo critiquen. Ya demostró como alcalde de Bogotá la dificultad que le genera recibir voces contrarias y disidentes, incluso, de sus propios colaboradores. Al final termina conformando equipos de fanáticos y áulicos a su alrededor y deja ir a los cuadros intelectuales y políticos que le podrían dar consistencia y forma a sus ideas y proyectos.
De la lista de Decentes me gustaría ver en una curul en el Congreso a la señora Luz Marina Bernal, madre de uno de los muchachos asesinados originarios de Soacha que fueron presentados por el gobierno de Uribe como guerrilleros muertos en combate. Creo que esas voces hacen falta, se necesitan y merecen un espacio de representación democrática.
Para concluir mi oda al pesimismo, veo una derecha extrema y recalcitrante muy organizada para capitalizar el temor que han bautizado como “castrochavismo”, que a pesar de que se les ha demostrado históricamente que en Colombia existen unas dinámicas económicas, sociales y políticas completamente distintas para llegar a ese punto, insisten en magnificar el fantasma del fallido régimen chavista en Venezuela que los ha llenado de pobreza y olas inmensas de emigración de personas buscando mejor suerte en otros países. Y no solo han capitalizado el miedo, sino también el odio. El odio por la diferencia, por las voces que se oponen a dinámicas de opresión centenarias, voces que buscan cambiar las estructuras rancias y anquilosadas del establecimiento y que ven en el régimen de privilegios que ha dominado a Colombia por siempre la gran matriz de los males que padece la sociedad en su conjunto. En Colombia se enaltecen las tradiciones y se incorporan a la identidad nacional por más perversas que sean. Velar por algo distinto es subversivo y la subversión se odia porque es equiparada automáticamente con guerrilla. Y bueno, ya sabemos el legado nefasto y luctuoso que la guerrilla nos ha dejado, por eso es fácil exacerbar el odio tachando a toda voz disidente de guerrillera. Si hay dos elementos que unen votantes en Colombia son el miedo y el odio, por eso prevengo una nueva barrida electoral de las fuerzas tradicionales y las más extremas para garantizar 200 años más de corrupción e impunidad para los privilegiados.
Mis predicciones electorales no son alegres, son tristes. Veo una mayoría corrupta dominando y una minoría honesta resistiendo en la fragmentación y perdida en los egos. Veo a las maquinarias políticas más engranadas que nunca para garantizar, una vez más, el triunfo del establecimiento y sus poderes nefastos que radican en el acaparamiento de la tierra, el dominio de la burocracia estatal y el monopolio de la banca y las industrias.
Prevengo un país que seguirá siendo supremamente injusto, desigual y violento, en donde el aniquilamiento sistemático de las voces contrarias y rebeldes al régimen continuará y le seguirán llamando “líos de faldas”, en donde los dueños del país de siempre seguirán gozando de sus centenarios privilegios heredados generación tras generación. Todo este cuadro triste avalado por eso que tan alegremente llaman en Colombia “democracia”, ese régimen plutocrático, dinástico, discriminador y excluyente que es legitimado cada tantos años en las urnas para que todo siga igual.
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