Escribir, quizás, es seguir jugando.
También soñé con ser un escritor solitario que vivía encerrado en su casa escribiendo en una vieja máquina y fumando cigarrillos, mientras desvariaba y hablaba con la muerte o lo que él creía que era la muerte. Inventé y me obsesioné con las conversaciones que ni pude tener con mi abuelo y escribí a un niño que habla con sus muertos.
Anhelé la vida de otros tiempos, en una ciudad eternamente gris llena de fantasmas y misterios y allí me fui metiendo, quedándome en las esquinas de ese pasado imposible de habitar para llenarme de él aunque fuera allí, en las hojas, las que se volvieron tinta y las que espero que un día se vuelvan tinta también.
Supongo que escribo sobre mis sueños que no fueron. Supongo que escribo para vivir las otras vidas que quise vivir, para no dejar morir las fantasías del niño que fui y no resignarme del todo a este mundo demasiado cruel, demasiado ocupado, demasiado enfrascado en la producción y los números y los resultados.
Creo que he escrito y leído lento para ir a mi ritmo, para separarme un poco de esa obsesión del mundo por ir rápido, por no detenerse, por estar siempre al frente y obligarnos a todos a querer ser el primero y ser el mejor para competir y en ese competir, despedazarnos, amenazarnos, perseguirnos y detestarnos.
Tal vez deje de escribir cuando ya no tenga otras vidas que soñar, cuando deje de preguntarme qué habría pasado si fuera pintor o miembro de una insurrección campesina o un periodista de sombrero y libreta buscando historias en anfiteatros para llenar su página de crónicas judiciales.
Quizás deje de escribir cuando se me acaben las preguntas. Y en este mundo donde existen demasiadas respuestas, demasiados expertos seguros de sus opiniones infalibles, quiero creer que se escribe no para buscar respuestas sino para no dejar morir las dudas y para seguir transitando los caminos que un día comenzaron, precisamente, con una pregunta.
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