Dom, 06/20/2021 - 07:49

Morirse a manos de otro

A lo largo de la historia de nuestra especie, ese periodo de tiempo que nos parece infinito, pero que es muy corto comparado con el del todopoderoso universo, todos aquellos que hemos muerto lo hicimos de todas las maneras posibles. Nos ha matado la risa, el miedo, la curiosidad y, casi en igualdad de proporciones, tanto la imaginación propia como el deseo ajeno. Nos ha matado, y quién se lo iba a imaginar hace apenas cinco mil años, que es como decir ayer, hasta vivir demasiado. Porque la muerte, como vivir de más, es inevitable, y se sabe desde antes de que existiera la idea maravillosa de que no somos infinitos. Ahora mismo, justo cuando escribo esta palabra, y esta, y esta otra, alguien se muere a causa de un virus parecido a nuestra especie, que puebla cuanto puede y coloniza cuanto no debería, alguien que protesta pacíficamente en una calle también muere a causa de una bala proveniente de la policía de su país, aunque la causa de la muerte en el acta de defunción diga otra cosa, y otro alguien, para no extender estas pocas palabras con la infinidad de muertes a destiempo que pueblan el mundo, muere porque otro alguien no quiso romper una instrucción, no cedió ante su instinto porque otro antes dijo que eso no se hacía.

Por eso, y para saber para qué sirve morir a manos de otro, porque no lo sé, he venido a contar, o a enumerar, mejor dicho, las veces en que me morí y que recuerdo, a ver si conjuro lo que me queda de vida y por decir de forma escrita. La primera vez que morí, antes de los diez años, fue cuando descubrí que los otros eran dioses. Luego, poquísimo después, cuando descubrí que yo mismo era un dios para otros. Casi de inmediato, al probar por primera vez del plato de la muerte, a eso de mis doce años, cuando mi madre enviudó y mis hermanos quedaron huérfanos. Luego, cuando aprendí que todo lo que dijera sería usado en mi contra por mí mismo. Después cuando aprendí que el único que rige la vida es el dueño de ella. Más adelante, ya con veintipocos, cuando supe que un buen lector deja de leer cuando quiere y no cuando debe. Y, entre otras tantas, porque tampoco las iba a mencionar todas, no puedo acabar con los bits disponibles para mis palabras, la más reciente, cuando vino un funcionario a mi oído, en forma de voz, y entró hasta lo más profundo de mi cabeza convertido en mensaje burocrático y se sembró allí, como los grandes árboles del mundo, porque sí y por si acaso. Por eso creo que, más que útil, es necesario morir a manos de otro, porque no hay nada que el otro no pueda hacer mejor que nosotros, ni siquiera dejar ser.

Por supuesto, para quien se lo está preguntando ahora mismo, la última vez que me morí, o la última de la que tengo registro, fue al escribir estas palabras, porque, quienes escribimos el mundo, como las serpientes, vamos dejando por ahí la piel que nos protegió del mundo, impunes, como aquel árbol que deja caer sus frutos cuando le place y no cuando un científico, o un habitante de la calle, por qué diferenciar, está bajo sus ramas esperando algo que le salve la vida miserable que sólo él sabe que lleva a cuestas, porque va siempre en silencio.

@SergioMarentes

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