Por eso, y para saber para qué sirve morir a manos de otro, porque no lo sé, he venido a contar, o a enumerar, mejor dicho, las veces en que me morí y que recuerdo, a ver si conjuro lo que me queda de vida y por decir de forma escrita. La primera vez que morí, antes de los diez años, fue cuando descubrí que los otros eran dioses. Luego, poquísimo después, cuando descubrí que yo mismo era un dios para otros. Casi de inmediato, al probar por primera vez del plato de la muerte, a eso de mis doce años, cuando mi madre enviudó y mis hermanos quedaron huérfanos. Luego, cuando aprendí que todo lo que dijera sería usado en mi contra por mí mismo. Después cuando aprendí que el único que rige la vida es el dueño de ella. Más adelante, ya con veintipocos, cuando supe que un buen lector deja de leer cuando quiere y no cuando debe. Y, entre otras tantas, porque tampoco las iba a mencionar todas, no puedo acabar con los bits disponibles para mis palabras, la más reciente, cuando vino un funcionario a mi oído, en forma de voz, y entró hasta lo más profundo de mi cabeza convertido en mensaje burocrático y se sembró allí, como los grandes árboles del mundo, porque sí y por si acaso. Por eso creo que, más que útil, es necesario morir a manos de otro, porque no hay nada que el otro no pueda hacer mejor que nosotros, ni siquiera dejar ser.
Por supuesto, para quien se lo está preguntando ahora mismo, la última vez que me morí, o la última de la que tengo registro, fue al escribir estas palabras, porque, quienes escribimos el mundo, como las serpientes, vamos dejando por ahí la piel que nos protegió del mundo, impunes, como aquel árbol que deja caer sus frutos cuando le place y no cuando un científico, o un habitante de la calle, por qué diferenciar, está bajo sus ramas esperando algo que le salve la vida miserable que sólo él sabe que lleva a cuestas, porque va siempre en silencio.
@SergioMarentes
Añadir nuevo comentario