Dom, 01/22/2023 - 08:06

No es competencia, es diversión

Esta columna la escribí a mano. No sé qué me pasa, pero la pantalla en blanco me resulta amenazante. Quizás sea la ansiedad, que encuentra nuevas formas de robarse la atención, o soy yo, que por fin estoy militando contra la productividad desde la trinchera de lo análogo. No lo sé.

Comencé escribiendo sobre mujeres despechadas en la literatura. Mi intención era compartir otros referentes para transitar ese horrible dolor que es tener un corazón roto; contar la historia de aquellas que no tienen el poder mediático de Shak. Pero todo el tema me tiene harta. Qué podría decir que no se haya dicho ya; cómo competir con el ímpetu que trae el resentimiento y esa ola voraz con la que el consumismo se roba toda nuestra atención. Esta columna no factura, y no creo que a Shakira le importe. Así que mejor hablemos de cosas menos ruidosas.

Del 12 de diciembre al 6 de enero participé de una maratón lectora organizada por un colectivo de mujeres en México. Se llama el #GuadalupeReinas. Las amigas que me invitaron me explicaron que allá es tiempo de fiesta y desmadre, por lo que estas chicas proponen que, en vez de beber, leamos escritoras. ¿Qué podría salir mal? Me junté con ellas y, muy atentas a las consignas, hicimos una lista de diez libros, con un requisito adicional: buscar primero entre los que ya teníamos, pues la economía de fin de año, por más que queramos apoyar a autoras y editoriales, no da para pagar diez libros.

Al comienzo fue increíble. Leí, entre otras, a Nellie Campobello, con su Cartucho, y pagué una deuda grande con Piedad Bonnett, leyendo Lo que no tiene nombre. Pero todo comenzó a fallar cuando comencé Malas posturas de Lina Parra, un libro que todo el mundo me había recomendado y con el que no logré conectarme ni un segundo. Qué difícil terminar algo que no te hace sentir nada solo por cumplir. Le siguió Perder el miedo, de Sara Mesa, un ensayo aburridor y obvio, con un subtítulo tan ambicioso que resulta fraudulento: “Manual para la vida”. En otro momento habría dejado tirados esos libros, pero era un compromiso con una premisa maravillosa y con mis amigas, con quienes amo leer. ¿Qué está mal, desagradecida? 

Todo. Todo está mal para mí. Me encantan los ejercicios de reivindicación y renombrar tradiciones para hacerlas nuestras, pero la competencia es la asesina de todas mis ganas.

Las organizadoras de esta actividad fueron muy generosas y siempre aclararon que no teníamos que terminar, que no había obligación, que se podían unir temas. Su iniciativa sigue siendo bella, pero la combinación de tiempo, premios para las que terminen y el seguimiento en redes sociales hicieron desastres en mí. Me fui al carajo. Me leí ocho libros y me envolvió una angustia atroz que aún estoy resolviendo. Y lo peor, no supe si los libros que no disfruté fueron por la presión, o los que me gustaron me gustaron de verdad. No sé, el panorama que me quedó fue el de un gran desastre que se conecta con todas esas promesas que se hace la gente en Año Nuevo. 

Siempre he pensado que competir es de machitos, y después de todo lo que he reflexionado y leído para deconstruir estos mandatos hegemónicos, no puedo comportarme como uno; mucho menos con respecto algo que quiero tanto. Competir incluso con una misma me parece un grillete innecesario en un mundo que todo el tiempo nos mide y nos exige cumplir metas. Por eso, mi plan es que no hagamos listas, que seamos críticos con lo que consumimos, pero que mejor combinemos el deseo con aquello que pensamos que nos hace falta. Es decir, no vamos a terminar todos los clásicos de la literatura en 2023; solo porque creamos que ahí tenemos una deuda. Pero si eso nos despierta curiosidad, ¿qué tal comenzar por ahí? Siempre a nuestro ritmo y sin juzgarnos.

El año pasado me leí 38 libros. Ese número no dice nada. Al alardearlo, básicamente me siento como un reguetonero mostrando un garaje lleno de carros caros. Siento que dice más analizar lo que leí y lo que no. 

De los 38, solo uno fue una novela gráfica; ninguno fue escrito por una mujer negra; leí varias novelas de formación, y creo que me saturé; leí varias memorias, de las que no me canso; cuatro ensayos y dos libros de cuentos; cinco autoras asiáticas, y no terminé La inquilina de Wildfell Hall, de Anne Brontë, que era el clásico que me había propuesto para 2022. Todo en español, a pesar de que también puedo y me gusta leer en otros idiomas.

Esas “faltas” tampoco las comparto para darme palo, sino para trazar la guía de mi deseo. También, para invitarles a que este año juguemos en contra del sesgo inconsciente y revisemos en nuestras bibliotecas -físicas o virtuales- si hay algo que nos ayude a inclinar la balanza. Yo quiero, por ejemplo, leer más novelas gráficas. Hace un año tengo Maus de Art Spielgelman, y Las tres vidas de Hannah Arendt de Ken Krimstein; podría comenzar por ahí mientras mis amigas expertas me recomiendan/prestan algunas autoras latinoamericanas. También hablé con una amiga que me había presumido su biblioteca en portugués para que hagamos trueque. Además, quiero leer más poesía, de la que sigo sin saber nada, quizás ponerme al día con algunas deudas de la literatura colombiana aprovechando que ahora tengo la Biblioteca de Escritoras Colombianas, un regalo hermoso que me hizo la Red Relata por mi trabajo con Lo que leen las amazonas. 

Podría seguir. Hay muchos antojos y regalos maravillosos esperando a ser leídos, por lo que no pienso reducir este amor a un número en Goodreads; no son los Olímpicos. Les invito a que revisemos si nuestras lecturas reflejan nuestro deseo y principios políticos y estéticos, no importa si es un solo libro por año o si empezamos varios hasta dar con el que nos enganche; al único que le sirven los libros como números es a Jeff Bezos.

Recuerden que el cuerpo de playa solo se logra llevando tu cuerpo a la playa, y que para ser lectore solo hay que leer. ¿Con qué vamos a empezar? Esta vez no vengo a darles nombres, prefiero que me cuenten y me antojen.

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