Mié, 08/04/2021 - 07:51

No escribo por escribir

Ese día salí de una reunión por un tinto como es mi costumbre. De repente, un conocido me saludó con una actitud fraternal que hace mucho no sentía. Llegó a la mesa de la cafetería en la que estaba sentado y me dió un abrazo que no rechacé. Sentí sus brazos en mi espalda con par golpecitos y con ello, su olor a ropa húmeda y su sonrisa de oreja a oreja. Venía acompañado de una mujer de más o menos 22 años que al parecer era la pareja del momento. La mujer se presentó y ambos se sentaron en frente a mí.

Con la mirada sobre la mesa me dice que se alegra de verme, que recordara hace cuanto no nos veíamos. La mujer mira mi tinto y automáticamente sé que están esperando a que les brinde algo de cortesía; la mesera llega y con la cordialidad del momento digo: ¿Qué desean? Pidoeron dos cafés con panes rellenos de salchicha. Al momento los traen y el humeante café es sorbido por cada uno.

La mujer suspira y le da una mordida al pan mientras el tipo sonríe de nuevo. Trata de ubicarse temporalmente. Se asombra del recuerdo que tiene sobre mí y mi imagen física actual. Con una risa socarrona le dice a la mujer —que ya ha acabado los dos panes con salchicha—, que yo era un niño callado que vivía llorando porque me la "montaban" por mi pelo y por mi boca. La mujer sonríe y fija su mirada en mí, la atrevida con una confianza autoproclamada hace el comentario "¿Pero cuál pelo?" Como si yo no supiera que los pelos de la cabeza han tomado un nuevo rumbo y me han abandonado. La mujer ríe y deja ver una dentadura a la que hace mucho no le hace mantenimiento.

Yo sonrió y recuerdo esos tiempos en los que era el barranco de cagar de mis compañeros de escuela. Lo digo en esos términos porque para mí la época de escuela no fue afortunada. Mi pelo rizado hacía que mi afro de pelos rubios fuera motivo de burla, sin embargo, no tanto como mi boca. Boca que nunca comprendí porque básicamente mi labio superior siempre mostró una peculiar forma... Una inflamación permanente, precedida de una cicatriz de la que no tengo memoria, pero que me hacía avergonzar y por ende guardar un permanente silencio.

Porque cuando uno habla, lo primero que uno hace es ver la boca de su interlocutor, es un reflejo involuntario que muchas veces no dura ni un segundo. Ahora, esas miradas me hicieron cuestionarme sobre hablar y me llevaron al silencio por mucho que quisiera decir. Los apodos como mis lágrimas nunca faltaron. Mi mamá y papá de crianza siempre me dijeron que expresara mis sentimientos y eso hacia con mis lágrimas, cosas que los demás niños disfrutaban. A esas edades se es cruel y se goza con el dolor ajeno.

A partir de ahí, mi voz no se escuchó en la escuela. Hablaba hasta por los codos en la casa, en el círculo que me daba confianza: a mi ajedrez, que se convirtió en mi mejor amigo; al que considero hoy en día como mi hermano que está en otro país; a mi perrita, una french poodle que solo sabía mover sus orejas y sus ojos a lo que yo le contaba; a mis padres, quienes siempre trataron de darme la confianza necesaria para expresarme, pero que hasta muchos años después logré a medias.

La mente voló y pensé todo eso en un par de segundos. La compañía en mi mesa seguía entre risas y comentarios imbéciles sobre la apariencia de un niño que tenía una deformidad en su rostro. El tipo acabó el café y me comentó que estaba dedicado a la construcción, era albañil y que a la mujer que lo acompañaba, la conoció en la obra en la que estaba trabajando. Era la mujer que se encargaba de hacer empanadas y papas rellenas para venderles a los sudorosos trabajadores en horas de receso. Sin duda, la mujer no pudo escapar de los encantos del sujeto y cayó rendida a los pies de semejante Adonis.

El tipo supo que me había dedicado a la docencia, que escribía para una revista y eso le causó curiosidad. Me preguntó que por qué me dedicaba a escribir y a un oficio — no lo dijo en esos términos tan decentes— en el que tenía que comunicarme tanto si yo era muy callado de niño. Seguramente no entendió que uno crece y que a veces sus mayores miedos son su medio de escape y en mi caso fue eso. Escribo como mecanismo de expresar todo lo que algún día no pude. Es mi venganza por tanto silencio. No se lo dije en esas palabras, simplemente me limité a decir que era lo que me había gustado y ya.

La mujer llama a la mesera, pide una empanada y me ofrece otro tanto. Lo acepto y mi conocido pide una gaseosa con otra empanada. La mesera apunta con garabatos el pedido, lo trae y sigue haciendo de mala gana los oficios de limpieza de las mesas vacías. La mujer de la mesa se adjudica un papel de juez ante el primer mordisco a la empanada, sus fauces muelen la masa de carne y papa y sin bajar el bocado, dice que ella las hace mejores. Mis ojos no pueden desviarse de la dentadura que muele la empanada y solo la mirada cambia de punto cuando el tipo afirma el comentario de la mujer.

El tipo me cuenta con un poco de seriedad que sus hermanas —que también conocí— están trabajando en las calles vendiendo mercado a granel y tintos con panela. Que los "maridos" que tienen no las tratan bien y que él se preocupa, porque ellas no los quieren dejar. Que sus sobrinos están en malos pasos, y me pregunta que si yo no tengo la posibilidad de apoyarlos consiguiéndoles trabajo. Me niego y de nuevo sus ojos se posan en la mesa.

La mujer no para de masticar. La saliva es la banda sonora del proceso de alimentación de la señora... Estoy desesperado. Con su mano izquierda acaricia el pelo grasoso del sujeto que tiene al lado, mira el televisor y hace un comentario al que no le entiendo sobre un concurso televisivo. El sujeto opina sobre lo mismo, tratan de incluirme en la conversación, pero no entiendo un sieso. Les digo que me tengo que ir y asienten. Les digo que me den un minuto mientras voy al baño y nos despedimos.

Me levanto y voy al baño. Orino y mientras lo hago pienso en los desafortunados momentos que me hizo pasar ese gañan en la escuela. Mi consuelo es que no me percibo tan alejado de mi proyecto de vida como ese sujeto que soñaba con ser actor de películas de acción. Sonrío al recordar a la mujer con su particular estilo de comer y salgo del baño. La sonrisa se me desdibuja al ver la mesa vacía. Ya no hay compañía, solo quedan los vasos desechables, una botella y las servilletas engrasadas, al lado, la cuenta y las meseras mirándome con una mezcla entre conmiseración y burla.

En ese instante, volví a ser el niño burlado por su antiguo compañerito de escuela. Pero aún hoy, con su mal gesto, le agradezco, porque no sabía cosas que sentía, y no comprendí hasta escribirlas, como, por ejemplo, que no escribo por escribir, sino por venganza ante el silencio de tantos años.

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