La Caracas que me recibió, fue la misma que me vio partir tiempo atrás, en una oportunidad en la que fui a probar suerte. Era una ciudad cosmopolita, amable y llena de gente cargada de afecto hacia los colombianos. Jamás, en las dos veces que viví en Venezuela, sentí xenofobia hacia los colombianos y menos en las más de 20 veces que fui de turista. Mis padres y hermanos vivieron más de 15 años en la tierra de Bolívar y nunca, a lo largo de ese tiempo ni después, les he escuchado haber sido víctimas de malos tratos, señalamientos, estigmatizaciones o cualquier cosa que se le parezca.
Después de Estados Unidos, no conozco otro país – tampoco es que haya visitado muchos – que conviva con tantas culturas. Solo bastaba tomar un viejo directorio telefónico para encontrar en él cientos de apellidos alemanes, italianos, portugueses, irlandeses, austriacos y muy largo etcetera. Sin ir muy lejos, en Venezuela tuve dos jefes de apellidos Kubelt y Neustadtl. Era, o es, tanta su riqueza que sus fronteras estuvieron siempre abiertas para el mundo. Pocas nacionalidades tan generosas como la venezolana. Se calcula que casi cinco millones de colombianos vivimos en algún momento al otro lado de esos más de 2 mil 200 kilómetros de frontera compartida. Le debo mucho a nuestra hermana República.
Es por esto que al leer la columna ‘Paren de parir’, de mi colega Claudia Palacios, sentí un aguijón que se me clavó muy lento en el alma. Me dolió. No creo que esta haya sido la intención de Claudia, de quien tengo la mejor de las opiniones, pero a mi ese escrito me deja un sinsabor que me lleva a preguntarme qué buscaba con esas casi 700 palabras. Repito, no creo que tuviera ninguna mala intención. Su columna cuenta con cifras sólidas y que deben preocupar al Estado colombiano y a la sociedad en general. Lo que creo que fue inadecuado, y me excuso si incomodo a alguien con esta posición, es la forma en que planteó una realidad que seguramente es abrumadora.
No creo que la mejor manera de manejar esta situación sea ordenar a las mujeres venezolanas, a las más pobres y vulnerables que han llegado a Colombia, que “paren de parir”. No creo que la solución esté en pedirle al Estado colombiano que inicie un “control de natalidad” con esas mismas mujeres. Por el contrario, el camino está en la pedagogía, en las campañas de educación y de sensibilización.
No es controlando la gente como logramos grandes cambios sino educándola. Otro de los argumentos planteados por la columnista es afirmar que “a punta de subsidios el socialismo del siglo XXI convirtió (a Venezuela) en paupérrimo”. Tampoco es cierto. Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, ofrece más subsudios que Venezuela en su mejor momento, a sus habitantes menos favorecidos. Y lejos de convertirse en “paupérrimo”, por el contrario, lo hace más grande con su gente. El problema de Venezuela es la corrupción desenfrenada de sus dirigentes que se robaron, ahí si como dice Claudia, “al más rico país de la region”.
Antes de terminar quisiera darle respuesta a una pregunta que se hace Claudia: “…por qué las personas con el futuro absolutamente incierto, con un presente de mera supervivencia, traen hijos al mundo…”. Eso se llama esperanza, estimada Claudia. Siempre, como humanidad, tenemos que mantener la esperanza de que todo algún día pueda ser mejor, y quienes mejor que nuestros hijos para luchar por ello. El día en que no tengamos hijos habremos perdido ese motor que nos mantiente vivos y con inmensas ganas de seguir adelante.
Añadir nuevo comentario