Y, claro, no siempre estamos, o somos conscientes de que lo estamos, o de que somos parte de la noticia, porque este gen que, así sea minoritario y minúsculo, nos hace creer dioses, es el culpable de sabernos protagonistas de un evento y, por tanto, nos hace pensar y ver todas las cosas desde afuera, como si fuéramos un ser omnipresente u omnisciente, por no decir todopoderoso.
Pero no siempre, que no sobre nunca aclararlo, que no vemos las cosas es porque no están allí. Lo digo porque, el fin de semana anterior, una señora desconocida por completo se me acercó cuando estaba viendo unos libros para comprar en la librería de segunda y me dijo, señalándome una revista, que era yo quien estaba allí y que había respondido una entrevista de una manera muy sagaz o inteligente. Ante la afirmación vehemente y segura de la señora, no tuve más remedio que aceptar que sí era yo y que quien, inteligentemente, había respondido las preguntas o los comentarios que allí se describían era yo. Aunque, por supuesto, yo sabía que él no era yo, ni que había conversado con alguien de esa revista, porque hace días, semanas, meses y años que no hablo con medio alguno sobre mi obra. Pero, pensé rápidamente, quién soy yo para destrozar la ilusión, el deseo o el anhelo de cualquiera que cree que se encontró a alguien que es, de alguna forma, inalcanzable o admirable. Por tanto, trate de conversar con ella un poco sobre literatura de una forma general, sobre los libros que le gustan, los que quería comprar y los que yo, el yo que ella creía que era yo, había escrito. Ella, que compró una novedad del año anterior y me la regaló, encontró un libro de segunda de quien, se supone que era yo, y me pidió que se lo firmara, lo cual, temblando un poco, hice con una especie de mamarracho, queriendo mencionar el nombre y el apellido del autor allí escrito.
Así como lo está pensando, señor del sonido, respetado ingeniero, y gracias, de paso, por lo que hace con este micrófono, para no permitir que, con mi voz de habitante de calle rehabilitado, exploten los oídos de las personas asistentes a esta reunión. Así es, como les decía, que el autor que había firmado, escrito, ojalá, ese libro que yo firmé era un escritor que ya había muerto, por lo que, una vez más, sentí que encarnaba el cuerpo de alguien que no sabía que estaban viviendo por él. Algo así como nos sucede cuando en una reunión familiar, o de trabajo, o en cualquier lugar alguien habla de nosotros, para bien o para mal. Nos resucitan, nos teletransportan, nos multiplican, nos llevan allá, donde sea que sea ese allí, aunque no sepamos para qué, y, sobre todo, porque no sabemos cómo no hacer que suceda.
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