Sin ningún tipo de ceremonia, me las lanzó en la cara, o sea, en el oído que lo oía, sin darme siquiera la oportunidad de decir que estaba vivo. Y, como pronto ellas verán la luz, apenas voy a mencionar las cinco que primero me hicieron preguntarme si yo seguía siendo yo, o, mejor dicho, si yo alguna vez fui yo.
La primera contaba la historia de una familia de hormigas que, en medio de una ciudad del primer mundo, Nueva York, supongo, construyó un hormiguero tan grande que, por obra y gracia de la costumbre, esa reina de las grandes urbes, terminó engulléndose la ciudad entera, con todo y hormigas, que, por cierto, tampoco supieron cómo y qué había sucedido antes de morir.
La segunda contaba que ningún miembro de una familia sabía leer, pero que, gracias a la entidad que los visitaba cada noche, en sueños habían recibido toda la sabiduría de la historia, y la transmitían durante los primeros cinco minutos después de despertar, porque luego, sin remedio ni cura, hacían silencio hasta dormirse.
La tercera, más hablando de lo inanimado, contaba de un día en que las palabras despertaron con la conciencia de su existencia, y, tras una pequeña revolución en todos los lugares donde habitaban, decidieron que no eran inventos sino descubrimientos, y ejercieron desde entonces como dioses, hasta que la penúltima mató a la última.
Luego vino la que contaba la historia de una mujer y un hombre que eran amigos desde que recordaban decidieron que, a partir del día feliz que habían vivido, serían pareja, pero, porque nada en mis cien ideas parecía ir bien, ese día nunca llegó a su final, y, por más deseos que utilizaron buscando la noche, esta no terminó de llegar, pero lo hizo cuando se acabó su amor.
Y la última, quizá por enigmática, la que contaba de una torre de oficinas que guardaba un secreto que, durante el primer día del año, cuando nadie podía ver, recorría los pasillos en busca de lo único que no podía hallar durante el resto del año, y, luego de que lo hallaba en todos los rincones, le daba la oportunidad de nacer, por fin, al segundo día del año.
Todo esto, entre otras noventa y cinco ideas que todavía estoy reconociendo, porque, como sucede con las personas y la imaginación, por la falta de frecuencia empiezan a convertirse en desconocidos, me hizo verme, quién sabe cuándo, cómo y dónde, escribiendo esas ideas como un poseso, endemoniado y, sobre todo, alguien libre, sin pensar en ese viejo del futuro que, aún con capacidad de sorpresa, publicaría ese libro antes de darse cuenta de que había rejuvenecido más de lo que recordaba haber siquiera vivido.
Sí, sé que tienen razón, y es imposible, todos ustedes, los del corrillo de atrás, pero la vida no sucede tras la razón, sino antes de ella.
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