Dom, 09/19/2021 - 10:06

Para qué morirse a tiempo

Una sola cosa me ha traído hasta acá hoy y, por supuesto, tendré que decirla antes de que me muera, porque, como ustedes, estas palabras y todo lo que todavía no nace, me voy a morir y, además, no soy alguien de introducciones a la nada o de prólogos a lo que es, con esfuerzo, una puerta de un solo sentido.

Desde que tengo memoria, al menos una vez al día, uno de los miles de pestañeos del día lo mantengo a la velocidad del viento que acaricia, casi como si no se movieran hacia ningún lugar los párpados, como si fuera mi mayor tesoro sensorial del día, y porque lo es. El tiempo en que se cierran mis párpados y se vuelven a abrir es muchísimo mayor al normal, que apenas serán unas fracciones de segundo, pero si hay un científico en la sala que me interrumpa y nos enseñe, y, sin saberlo en un principio, pero ya hoy teniéndolo entrenado por completo, más emocional que todos los demás. Lo hago en cualquier momento del día, no tengo algún tipo de ritual o de ceremonia para tal fin, sólo sucede cuando tiene que suceder, como el amor, la risa, el placer y los puntos finales.

Y aquí está la mayor paradoja de todas, si es que no es la única, pero no sentenciemos antes de tiempo, que eso es trabajo de la muerte, justo en esa libertad que le permite a ese acto casi siempre imperceptible, ser incluso en momentos en los que yo no me entero. Sí, hay días en que sé que son, pero no supe que lo fueron, como cuando leemos un libro y creemos terminarlo, pero eso es, y los sabios presentes me acompañarán en esto, imposible. El caso es, y mejor me apuro antes de que la muerte me lleve y no me deje hablar de ella como la otra cara de la moneda que es la vida misma, que vine a contar que cuando me morí no pude detener mi último parpadeo que, quizá por instinto de rebeldía, era, además, el parpadeo más lento de toda mi vida. Aún ahora, ya mismo, no sé si finalizó o sigue en su camino tan lento como nada que hayamos inventado. Es por eso que los sigo viendo a ustedes, y ustedes a mí, porque, como el telón de la sala de teatro, y las manos que nos tocan por última vez, hay un momento en que nadie sabe hacia dónde van, o si vienen, o si no.

Me alegra haber llegado hasta estas últimas palabras vivo, tengo que decirlo, porque pensé que no lo lograría, para decir que, una vez más, pestañeando más despacio que el aliento de la muerte, logré sobrevivir a un secreto de vida o muerte. O tal vez ya me morí, justo antes de que estas palabras nacieran y, como por un designo invertebrado, estas suceden en su cabeza, porque su imaginación es más poderosa que los muros, y porque la vida es más hábil que la muerte, y siempre encuentra una guarida para esconderse a imaginar.

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