Dom, 04/17/2022 - 10:19

Puertas para qué las quiero si tengo alas

De camino hacia este teatro imponente, bello y, sobre todo, valioso para la cultura, la humanidad y la riqueza arquitectónica de esta ciudad, pensé en aquellos edificios, casas y construcciones que no tuvieron la fortuna de ser diseñados, planeados y construidos por manos capaces, mentes diferentes y, sobre todo, gente digna de lo que sería ese objeto alguna vez.

Y me fijé entonces en esas casas, comercios y murales sin vida que no le dicen nada al peatón, que, por el contrario, son una barrera para que la persona se pregunte, se cuestione y piense si eso fue hecho por un ser humano para otro ser humano. También me fijé en ellos, como no podemos dejar de notar que el horizonte en el mar está hecho de agua, porque abundan en esta ciudad y la construyen y la constituyen. Entonces, tras chocar la mirada contra un vidrio, me dije que por qué no ver un poco más allá, mirar a través de los cristales. Fue cuando agucé la mirada y me concentré en un vidrio de una ventana, por supuesto maltratada con algunas fracturas, propias de las casas de las personas que no tienen dinero de sobra para arreglar lo que no se ve con el estómago. Miré hacia adentro y, para mi sorpresa, aunque el sol obstruía un poco la visibilidad, y no me permitía enfocar como quisiera lo que estaba adentro, me encontré con un par de libros que me no me hubiera imaginado en esa casa que, se nota desde lejos, ha tenido problemas, económicos, sobre todo, para mantenerse en pie. Se trataba de dos libros en completa soledad, pero uno junto al otro, es decir, en completa compañía. Uno era un clásico de nuestra lengua, de hace varios siglos, de este siglo y de los venideros, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, y el otro, otro clásico a la literatura, en este caso latinoamericana y un poco más joven, pero que también lo será para los futuros lectores, era Cien años de soledad.

Me fui pensando, porque dejé de verlos cuando el semáforo cambió a verde, en que las personas que viven en lugares en donde los libros, como objetos y seres vivos que son vivirían felices, no necesariamente saben para qué se usan los libros, porque, y lo digo por lo que vi en aquella casa, no todos los libros están hechos para estar en un lugar inmaculado y en completa soledad, aunque estén rodeados de miles de libros.

Entonces, llegué aquí, a donde siempre, una vez a la semana, para contarles que mi biblioteca siempre ha estado abierta al público. Por eso, mi casa es de puertas abiertas, y cualquiera que vaya caminando por allí va a poder entrar, va a poder ver los libros, tocarlos, olerlos, acariciarlos, esconderlos, robarlos y, sobre todo, y para eso es que la puerta está abierta, leerlos. Porque los libros, como las frutas y los demás alimentos que consumimos, sólo lo son si están adentro de nosotros. Así como no conocemos todavía alguien que se alimente posando la mirada fijamente en una manzana, tampoco conocemos a alguien que, teniendo un libro en su bolsillo, en su mano o en su biblioteca durante meses o años sin tocarlo, pueda alimentarse de ello.

Sí, señor que viene del baño sacudiendo sus manos húmedas, usted también puede ir a mi casa a leer, si lo que quiere es no leer, o convertirse en uno de los tantos ladrillos que construyen este mundo, y que lo hacen más bello para quien sólo sabe ver.

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