La primera vez que me reuní con él fue en su apartamento en Pablo Sexto. Yo había ido a hacerle una entrevista que, para fortuna mía, se alargó. Era de dos pisos y me recibió en el estudio que quedaba en el primero, en medio de su fascinante biblioteca personal, la que, me contó, comenzó a formar cuando apenas estaba en el seminario mucho antes de ordenarse sacerdote. Pero a este religioso le pudo más el alma de reportero que encerraba en su cuerpo terrenal, y un día colgó la sotana para dedicarse de lleno a los linotipos, los micrófonos y las cámaras. En el estudio no cabía un solo libro, celosamente guardados y clasificados por temas, entre estantes hechos con tablas de madera virgen que le servían de biblioteca. Solo mirarla daba envidia. La mía, ni en mis mejores épocas, semanas antes de venirme para Estados Unidos, llegó a ser una décima parte de aquella.
Nos sentamos en unos cómodos y viejos sillones en los que me habló de periodismo. Creo que nunca lo busqué para nada distinto. Y ya cuando estaba de pie y me iba a despedir me preguntó a quemarropa: ¿usted es el mismo periodista Aguiar, el del zapatero de Chinchiná? Sonriendo le dije que creía ser el único periodista con ese apellido en Colombia, mientras le respondía afirmativamente con la cabeza. Con ojos brillantes, como los de un niño que acaba de encontrar su dulce favorito en el fondo de un bolsillo del pantalón, quiso saber si guardaba una copia del video de ese 8 de junio de 1999, cuando una multitud enardecida linchó y asesinó a un zapatero en Chinchiná, Caldas, eje cafetero colombiano. Le respondí que si y me pidió el favor de facilitarle una copia de la grabación, mientras me decía que esa historia debería convertirla en un libro. Me comprometí a llevársela y lo hice días más tarde, llevando conmigo una crónica escrita meses antes, que había titulado "Una guerra contra la muerte", en la que narraba lo sucedido en aquellos hechos trágicos. Semanas después Javier Darío me llamó al celular y me dijo que me había escrito un email con su impresión sobre mi historia. Obviamente no salí muy bien librado ante su mirada implacable de maestro de maestros, pero me insistía en escribir el libro.
Hoy, ese hombre ha trascendido a otro plano. Seguramente llegó a ocupar ese espacio que persiguió cuando lucía su cuello clerical mientras soñaba con la reportería. Tenía 87 años, pero cuando hablaba de periodismo parecía un niño lleno de energía con ganas de devorarse el mundo. Su hoja de vida no solo es admirable sino intachable. El mail que me escribió creo que lo conservo. Aunque he comenzado ese libro dos veces algo llamado destino me ha detenido. La investigación está completa y las entrevistas terminadas. Quizás sea hora de retomar el teclado y seguir el consejo de un gran hombre.
Gracias maestro Javier Dario.
En Twitter e Instagram: @JCAguiarNews
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