Justo hace unos meses, cuando me lo preguntaba, una amiga me envió una propuesta de una ambientalista croata, que decía que, si todos nosotros guardáramos las semillas de las frutas que comemos y no las arrojamos a la basura, las conservamos en lugares secos y las llevamos cuando salimos al campo para desperdigarlas a la espera de que la naturaleza, que nunca se detiene, haga su trabajo, podríamos convertirnos en unos organismos diseminadores de bosques frutales. Como soy un romántico enloquecido con la vida, de inmediato me enamoré de la idea y, junto con unos amigos, creamos unos grupos urbanos que también persiguieron la idea y, ahora, somos una pequeña legión de sembradores de fruta anónimos. Y ya hemos visto, y que valga el doble la redundancia, los frutos de nuestro trabajo, ya varias comunidades casi nómadas se han visto beneficiadas con el regreso tanto de las frutas como de las aves, ya hasta hay proyectos educativos en marcha relacionados con el tema. Es por cosas como esas que, una y otra vez, personas que me leen y me escuchan, me preguntó qué pasará luego de nosotros.
Y, justo ayer, porque las casualidades no existen, me preguntaba aquello, cuando vi pasar en la red de pesca del día una noticia titulada algo así como «Drones que son capaces de plantar cien mil árboles al día de forma autónoma». La leí entusiasmado y, además de comprobar que no era ni chiste ni mentira, me propuse contactar a la ingeniera australiana encargada de esta quijotada para hacerle saber que el futuro es suyo. Porque se trata de un sistema compuesto por muchos drones que pueden hacer un escaneo de la tierra e identificar los lugares ideales para cultivar, y, acto seguido, disparar al suelo las semillas germinadas. Sí, disparar semillas, porque los verbos no le pertenecen a una sola industria, cómo le parece, señor armado en la puerta esperando quién sabe qué. Ni los verbos, ni las palabras siquiera, le pertenecen a nadie, porque ellas son como las semillas, que en realidad son del mundo. Algo así como nosotros, y que no se espante nadie, porque a eso no vinimos, que le correspondemos al mundo, y es por eso que, aunque nos vayamos para siempre de él, nunca, óigase bien, nunca nos iremos por completo, porque todo lo que hagamos y dejemos de hacer, incluidos nosotros los labriegos de la palabra, que parecemos inútiles casi siempre, es lo que será el mundo para los que se vienen después de nosotros.
Les agradezco a quienes ya están revisando sus bolsillos en búsqueda de las semillas que iban a ser arrojadas al sifón, en la puerta de salida hay alguien que se las recibirá con una sonrisa de esas que se parecen a las que brotan cuando recibimos dinero.
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