Dom, 12/22/2019 - 05:26
Fotografía tomada del siguiente enlace web: https://enterate24.com/hace-8-anos-se-estreno-la-pelicula-colombiana-silencio-en-el-paraiso/ Escena de la película "Silencio en el Paraíso".

Silencio en el Paraíso

No recuerdo hace cuánto tiempo no dejaba mis ojos hechos un charco en mi regazo viendo una película. Soy un tipo de lágrima fácil, pero así como el llanto me viene, también se va. Pero esta vez no fue igual. Incluso, ahora que escribo, tengo que pasar mis dedos cada tanto por el cauce que hacen las lágrimas en mis mejillas y debo sorber los mocos que se vuelven líquidos cuando el sollozo irrumpe.

La película, como ya me lo habían advertido, tiene una producción bastante modesta y desde el punto de vista cinematográfico no es muy virtuosa. Sin embargo, la actuación del protagonista (Francisco Bolívar en el papel de Ronald) y la trama simple pero bien contada, sí calaron en esos nervios que activan mi dolor, mi indignación, las preguntas que nunca encuentran respuesta y esa rabia maldita que me hace apretar los dientes, me brota la yugular y abre mis ojos hasta los límites de las órbitas mientras le casco por ahí a una almohada.

Y es que cada vez que pienso en las millares de vidas inocentes que se frustraron por culpa de los mal llamados falsos positivos, me cuesta trabajo comprender a qué mente siniestra se le habría ocurrido esta política sistemática de aniquilación de inocentes para dar la sensación de que se estaba ganando una guerra de por sí fratricida. Suponer que fueron casos aislados, sin relación entre sí, y sin una articulación institucional calculada y concertada desde arriba, no es más que una muestra de ingenuidad infinita o de complicidad soterrada.

Las personas que fueron exterminadas con base en la política de seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe Vélez, cuyo número aún no se ha podido establecer con certeza, pero que oscila entre las tres mil y las diez mil víctimas aproximadamente, llevaban en su gran mayoría vidas sencillas y honestas, eran muchachos de pueblo, vereda o barriada, tal como lo refleja la película que uso como referencia. Este fenómeno se replicó por todo el país, afectó a todas las divisiones del Ejército Nacional y además encontró un marco legal apropiado en la directiva 029 de 2005 del Ministerio de Defensa en la cual se fijaban los incentivos por bajas en combate para los integrantes de las Fuerzas Armadas. Aún me pregunto si Camilo Ospina, quien firmó esa directiva, puede conciliar el sueño cada noche después de haber desatado la cacería humana de inocentes desarmados en la que se convertiría su estupidez.

La perversidad mezclada con frialdad y cobardía que invadió a los militares bajo el mando de Álvaro Uribe Vélez, no tiene precedentes. Si bien la práctica de los “falsos positivos” venía perjudicando a las Fuerzas Militares desde décadas atrás, fue bajo el mandato de Uribe que esta práctica rompió todos los límites y se convirtió en una política de Estado, así algunos analistas lo quieran matizar y otros más hasta justificar. Porque no se puede llamar de otra manera a un fenómeno que se presentó de manera simultánea en todo el territorio nacional y que involucraba a toda la cadena de mando del poder castrense desde los grados más altos, aunque con estos la justicia ha sido paquidérmica e ineficaz, porque cuentan con la protección y el beneplácito de los altos estamentos del poder civil que ahora nos gobiernan.

En Colombia se masacró la vida simple y modesta, se alteró la rutina del pobre que tiene que rebuscarse día a día el pan que lleva a su mesa, destrozó la débil armonía de cientos y cientos de familias cuya única alegría era saberse completos, sin que la parca aún los hubiera visitado, sin que la violencia se hubiese llevado a uno de los suyos.

Lo peor de todo es que aún hay quienes dicen que “es innegable que la seguridad con Uribe mejoró” a la luz de unas gráficas y unas estadísticas tan crueles y tan frías como aquellos que daban la orden de fuego para dejar a decenas de muchachos desarmados y disfrazados de guerrilleros tendidos yertos, sangrando en algún potrero mientras les montaban armas y les ponían las botas al revés; y tan descontextualizadas que bien podrían adornar la pared de alguna oficina de nerd, de esos que jamás se topan con la realidad sumergidos entre teorías complejas pero inútiles y privilegios de acomodados, de niños bien. La seguridad con Uribe no mejoró. Mejoró la sensación de seguridad para los ricos, que es otra cosa. A los pobres los masacraron por volquetadas en total estado de indefensión, engañados y desarmados, para que los ricos vieran en sus plasmas de cien pulgadas recién comprados que podían regresar a su finca en Mesa de Yeguas porque la seguridad democrática les había recuperado un trayecto de carretera de menos de dos horas. Las estadísticas reales apenas están siendo desenterradas de fosas comunes con la etiqueta de N.N. gracias a la Justicia Especial para la Paz (JEP), esa a la que Uribe se ha opuesto con garras y dientes porque sabe que lo está desnudando y que ya no habrá velo que cubra sus crímenes así el brazo raquítico de la justicia en Colombia nunca le ponga un dedo encima.

Los mal llamados falsos positivos se llevaron la tranquilidad pasajera en muchas comunidades humildes en donde los jóvenes volvían a moverse de barrio a barrio sin tener que pensar en las fronteras invisibles porque de alguna manera “la paz” había llegado con la desmovilización de los grupos paramilitares. Los cogieron confiados, con la guardia baja, como se va a demostrar con las investigaciones de las fosas que están apareciendo en Dabeiba, Antioquia, porque muchos de estos cadáveres pertenecen a jóvenes que fueron engañados y sacados de las comunas de Medellín que celebraban en magnos eventos la entrega de armas de alias don Berna y sus muchachos. Todo calculado. En Soacha los sacaron con promesas de trabajo y fueron estas madres las que encontraron la punta del hilo de Ariadna que sacaría a muchas madres más del laberinto de la incertidumbre, cuando los cuerpos de sus hijos aparecieron agujereados por balas del Ejército en zona rural de Ocaña, Norte de Santander, porque según sus secuestradores los llevaban a “recoger café”. Uribe, lejos de lamentar estas muertes, tachó a estos jóvenes de delincuentes y dijo que “no fueron a recoger café”. Efectivamente expresidente. No fueron a recoger café. Fueron a que sus militares los asesinaran con las manos atadas a la espalda para darle gusto a su feroz apetito de sangre y muerte para que con su bendición les dieran un fin de semana de permiso, plata o ascensos. A eso fueron. No fueron a recoger café, aunque eso creyeron ellos.

Lo que más duele de todo este episodio de los falsos positivos es la indolencia infinita de al menos diez millones de colombianos que volvieron a elegir a Uribe en cuerpo ajeno en 2018. Esa gente que con consciencia o sin ella, con conciencia o sin ella, depositaron su voto avalando esta práctica inhumana y criminal que se llevó la vida de personas pobres que no tuvieron la oportunidad de elegir ni su propio destino porque les arrebataron la vida sin poder huir. Diez millones que por una razón u otra creyeron que nos podemos volver como Venezuela cuando el gran drama del país es que somos esta Colombia, una Colombia desigual, miserable, conflictiva, violenta, desinformada y manipulada por los medios de comunicación tradicionales. Esos medios amañados que muestran a los niños buscando comida en la basura de Caracas con lágrimas en los ojos mientras ocultan los niños que en Colombia hacen lo mismo en la Guajira, en el Chocó o en el Vichada. Esos niños pobres del país que algún día crecerán para ser los nuevos “falsos positivos” de ese Calígula criollo llamado Álvaro Uribe Vélez. La violencia del establecimiento nos seguirá gobernando gracias a la ignorancia y al miedo. Es decir, gracias a esas mayorías ignorantes y temerosas que creen que el castrochavismo se contagia por contacto fronterizo y que votan como autómatas programados sin carácter ni criterio, que Uribe es “el gran colombiano”.

La película Silencio en el Paraíso me conmovió porque refleja una historia cualquiera entre estas miles de historias que siguen sin conmover a una gran porción de los colombianos. Porque ellos siguen eligiendo al cerebro de esta política criminal que lejos de reconocerlo se regocija llamando “delincuentes” a sus víctimas. Porque es la historia de un muchacho cualquiera absorbido por este torbellino de maldad disfrazado de seguridad y por estos deseos infinitos de venganza ocultos detrás del manto de la democracia. Cuando la justicia es tan lenta como lo es la justicia en Colombia, las verdades dependen de la resistencia de las víctimas y de la responsabilidad quirúrgica de los historiadores que sean capaces de contar la verdad sin apasionamientos.

Es decir, las fosas que hoy se están descubriendo en Dabeiba Antioquia, San Onofre Sucre y cientos de lugares más en todo Colombia, hablarán primero para los expedientes y luego para los libros. Si bien no tengo fe alguna en que el gran genocida pagará por sus crímenes en vida, me sentiré conforme si mis nietos logran estar para ver cuando se desmonten las placas honoríficas que se han puesto con su nombre, las estatuas que se le han levantado, los colegios y las bibliotecas bautizadas en homenaje al gestor del dolor inmenso de un país empobrecido en lo económico y pauperizado en lo moral. La memoria de aquel a quienes los medios serviles del establecimiento bautizaron como “Super Álvaro”, “El Pacificador” o “El Gran Colombiano”, será lo que debe ser, un mal recuerdo en los libros de historia que jamás se debe volver a repetir. Nunca más.

Esta columna es un sencillo homenaje, una especie de desagravio no pedido para los miles de “Ronalds” que fueron engañados en nombre de la seguridad democrática. Para aquellos cuyos huesos están siendo rescatados del olvido y de la infamia gracias a una Justicia Especial que gran parte del establecimiento quiere aplastar para que la verdad no emerja. También es un tributo para esas madres cuya valentía, resiliencia, empeño y constancia han permitido no solo reivindicar la memoria de sus hijos sino desenterrar la verdad de lo que fue ese adefesio que ni siquiera logró su objetivo más básico: Exterminar a la guerrilla. Porque más allá de las condenas judiciales que jamás caerán sobre Uribe, él deberá irse a la tumba con la certeza de que mientras fue presidente no pudo hacer lo único para lo cual se hizo elegir. Las FARC sobrevivieron a su mandato y ahora ocupan curules en el Congreso porque su tal política de seguridad democrática aparte de criminal, también fue ineficaz.

Sí Uribe, masacraste entre tres mil y diez mil jóvenes para nada. Ahora los senadores de la FARC (Ahora sí se les dice “la” FARC) le salvan la vida en pleno recinto del Congreso a los cerebros de tu gobierno asesino, como cuando Julián Gallo, antes Carlos Lozada, revivía al primo hermano de Pablo Escobar Gaviria que ahora es senador de tu partido, el Centro Democrático, mientras le daba un infarto o padecía un megagas atrapado entre sus costillas, entre lo que no habría mayor diferencia, de acuerdo con lo que lleva en su interior. Porque hasta para Gallo ahora la vida también vale, así sea la de su contradictor político o la de su enemigo militar.

Sí Uribe, no lo puedo negar, y así los tibios me gradúen de odiador profesional, debo confesar que lo detesto y detesto lo que su política de mierda le hizo a todas esas personas cuyos sueños fueron aniquilados en nombre de la seguridad democrática. Lo detesto por no saber pedir perdón y reconocer abiertamente que se equivocó. Lo detesto por ser tan megalómano y creer que eso le quitaría algo del prestigio que ya no tiene porque la historia con usted será implacable. Solo espero que esos cuerpos que hoy están desenterrando hablen lo suficiente para que usted jamás vuelva al poder y viva sus últimos años en el olvido, como lo merece, por el bien del país, por la tranquilidad de las madres a las que usted no solo les quitó sus hijos, sino que además humilla cada vez que puede. Yo estoy con ellas. Y usted me da entre lástima, rabia y asco. Ahí le dejo la película, Senador, para que la vea. Ojalá reflexione. Aún le quedan años para que se arrepienta. Hágalo. El país se lo va a agradecer. Así ya no sirva de mucho.

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