A esos restaurantes siempre ingresé por la parte trasera luego de estacionar el camión de más de 20 toneladas cargado de abastos. Aprendí a manejar su gran tamaño a punta de necesidad y esfuerzos para seguir viviendo y, aunque suene increible, poder llevarle el sustento a mi familia. Siempre fui atendido por mexicanos y centroamericanos que me recibían con sonrisas amplias y auténticas que iluminaban sus humildes rostros. Hombres y mujeres, trabajadores que por décadas han perseguido un sueño: el americano. Esquivo para algunos pero desbordadamente generoso para millones.
Yo venía de ser Corresponsal para Colombia de la cadena Univisión que, con una audiencia mayoritariamente mexicana, me ha permitido – con orgullo – hacer parte de su redacción por más de una década. Fueron muchos cocineros, ayudantes, meseros quienes gracias a ese paso por la pantalla de un televisor, me reconocieron si no en la primera entrega, en la segunda o tercera. La mayoría me hizo sentir durante ese tiempo parte de sus vidas. Otros me preguntaron qué hacía manejando un camion y entregando bultos de cebolla, latas de tomates, canastas de gaseosas o cajas de tortillas. La respuesta siempre fue la misma y cargada de emoción: ‘hay que vivir compadre’.
De todas las anécdotas que enmarcaron mi vida en aquel entonces recuerdo una en particular. Un ayudante de cocina, mexicano de aproximadamente 30 años, me recibió un día con una conversación que transcurrió en medio de mi trabajo.
- ¿Usted de dónde es?, me preguntó.
- De Colombia.
- ¿Y cómo se llama?
- Juan Carlos.
- ¿Y su apellido?
- Aguiar.
Salí del restaurante a continuar con mi entrega y al regresar, con un bulto en la espalda, me enfrentó poniendo la pantalla de su celular frente a mi cara y me dijo: “Yo pensé que me lo iba a negar, pero es usted”. Tenía la foto de mi perfil de Linkedin, elegante, con traje y corbata y un perfecto corte de pelo, que contrastaba con la imagen que tenía luego de largas horas de manejar y descargar el camión. Esa tarde aquel hombre, de quien infortunadamente no recuerdo su nombre, me dijo sin dudar: “Usted volverá a la television muy pronto, y cuando esté allá no se olvide de nosotros”. Cuando nos despedimos me estrechó la mano y su mirada se me quedó marcada para siempre. Es la misma de cientos de inmigrantes que he conocido en tres años en muchas grandes ciudades y pequeños poblados. Tenía una mezcla de profunda tristeza al sentirse indocumentado pero un gran orgullo de pertenecer a esa raza pujante y luchadora que se resume en una sola palabra: latinos. Están cansados de mirar hacia atrás mientras se sienten perseguidos.
La campaña que le permitió la llegada a la Presidencia del país más poderoso del mundo a Donald Trump estuvo plagada de insultos, señalamientos, acusaciones y estigmatizaciones que no vale la pena recordar una a una pero que le dolieron a millones, entre ellos yo. Llegamos a esta nación, construida en gran medida por inmigrantes, por razones diversas que cada uno conserva en lo profundo de sus recuerdos. Incluso, la hoy Primera Dama, una bellísima mujer, es inmigrante.
En muchas oportunidades he leído críticas, muy respetables, contra Univisión y quienes allí trabajamos. Dicen que somos activistas, que solo defendemos una causa y cosas por el estilo. Yo no lo veo así. Somos solo reporteros haciendo nuestro trabajo. Somos la voz de quienes no tienen voz. Somos la defensa de los más débiles, quienes muchas veces son pisoteados u olvidados por los poderosos. Somos el sentimiento de ellos multiplicado entre quienes nos escuchan y nos ven en la television. Somos la cadena hispana número uno en los Estados Unidos y nos debemos a nuestra audiencia, a nuestro público. Trabajamos y luchamos para ellos y por ellos.
Hoy, 20 de enero, vi en esa misma pantalla chica las protestas y los disturbios durante la posesión del Presidente No. 45 de Estados Unidos. No debe ser así. Hoy es el Comandante en Jefe de todos en este gran país, sin importar el estatus migratorio, y hay que darle la vuelta a la página. Creo que hay que darle una oportunidad para que comience a gobernar y como lo ha repetido tantas veces: haga grande a Estados Unidos, así ganamos todos los que aquí vivimos. Pero no hay que bajar la guardia, seguro que como periodistas seguiremos atentos, en defensa de los derechos de millones de hispanos que a diario trabajan, luchan, ríen y lloran en medio de vidas duras, pero que engrandecen la nación.
Al final de cuentas, por una u otra razón, todos perseguimos lo mismo: el sueño Americano.
Dios bendiga a los Estados Unidos de América.
Gracias a mi esposa Ana María Mejía Arango, y a mis hijos Alejandro Aguiar, Pipe Aguiar, y Lucas Aguiar por acompañarme en esta odisea llamada vida. Y claro, también a muchos amigos y familiares que recuerdo con afecto y gratitud porque siempre estuvieron allí, cerca o en la distancia, solidarios, mientras enfrentamos cada episodio de esta historia que algún día escribiré.
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