Dom, 12/17/2017 - 05:52

Todas somos Gabriela

Fotografía tomada de Facebook

Se llamaba Gabriela Andrea Romero Cabarcas. Nació hace 18 años. Vivía en Soledad, Atlántico, una población cercana a Barranquilla. Estudiaba en el SENA. Desapareció el 24 de noviembre y su cuerpo en descomposición y decapitado apareció el pasado 15 de diciembre en inmediaciones del municipio de Malambo, cercano también a esa capital Caribe, tirado entre unos matorrales. El violador y asesino de Gabriela Andrea ya confesó. Es un expolicía. Su nombre es irrelevante y su existencia maldita. Algunos medios de comunicación ya lo estarán bautizando como “el monstruo de Malambo”, tal como suelen hacer para significar que una persona es muy mala, perversa, usualmente violador y asesino de mujeres. Para la muestra tenemos al monstruo de Monserrate, el monstruo de Mariquita, el monstruo del Batán y así, muchos monstruos ante las atrocidades de hombres degenerados y la falta de creatividad de los comunicadores.

Gabriela es solo un ejemplo, quizás el más reciente con despliegue en los medios de comunicación, en donde una vez más una mujer es víctima de las más terribles atrocidades, vejámenes y muerte por parte de un hombre al que la ley colombiana reconoce como feminicida, para diferenciarlo del homicida como una categoría agravada para tipificar los asesinatos de seres humanos. Pero Gabriela no es un caso aislado. De acuerdo con las cifras de Medicina Legal, durante el año 2014 se presentaron 810 feminicidios en todo el país, en 2015 fueron 670 y en 2016, 731. En el 2017 solo hasta abril ya habían sido asesinadas más de 200 mujeres. Imposible olvidar casos como el de Rosa Elvira Cely, violada y empalada en el parque Nacional de Bogotá o el caso del Centro Comercial Santa Fe en donde un exnovio celoso acabó con la vida de Claudia Johanna Rodríguez de un balazo, solo para citar algunos ejemplos de los más memorables.

Simultáneamente, con la noticia del dramático desenlace de la desaparición de Gabriela, el debate por el lenguaje incluyente se exacerbó por cuenta de un juez que falló una acción de cumplimiento que obliga a la Alcaldía Mayor de Bogotá a modificar su eslogan para incluir, según él, también a las mujeres. El eslogan deberá decir “Bogotá mejor para todos y todas”. Hasta ahora el eslogan es “Bogotá mejor para todos”.

No quiero entrar en discusiones lingüísticas ni sobre inclusión idiomática porque sencillamente creo que es un debate insulso que solo tendría sentido si se hubiesen superado asuntos más relevantes que afectan a las mujeres en su vida cotidiana, en su ser y estar en el mundo, en su dignidad, integridad y vida, que es lo que considero más importante y para lo que la sociedad colombiana realmente debería aunar esfuerzos. Entonces, para avanzar, voy a extrapolar el eslogan capitalino para el resto del país. Supongamos que el eslogan de Colombia es “Colombia mejor para todos”. Y la discusión se centra en si resulta excluyente no incluir a “todas”. Pues bien, cuando los debates se limitan a las formas obviando la realidad que les circunda, resultan inanes y además desvían el foco sobre los problemas graves de esencia y contenido que subyacen a la forma.

La pregunta de fondo es ¿De verdad Colombia es mejor para todos? ¿De verdad Colombia es mejor para todas? ¿El problema es un eslogan que a un juez le resulta excluyente o la realidad que es claramente discriminatoria, machista, agresiva y cruel contra las mujeres? ¿Qué es más urgente e importante corregir, ese eslogan o esa realidad? Sin pensarlo dos veces en lo personal, me quedo con la realidad. El eslogan me parece intrascendente, además mentiroso. Colombia no es mejor para todos ni para todas. Nos ahorraríamos el debate lingüístico y sexista si sencillamente reconociéramos que Colombia no es mejor para nadie. Además, estaríamos diciendo la verdad.

Las soluciones cosméticas para evitar que las mujeres sean agredidas están logrando mucho menos de lo esperado. Además, podrían traer consecuencias peores para su dignidad, integridad y vida. Por ejemplo, el Concejo de Bogotá, ese organismo colegiado de cabildantes que ayuda poco, molesta mucho y cuesta más, se le ocurrió la genial idea de destinar las sillas rojas del Transmilenio en horas pico para las mujeres. Pero además la medida no tiene fuerza coercitiva. Es decir, las mujeres dependen exclusivamente de la caballerosidad de los señores habitantes de la Capital para que les cedan su silla, cualidad que no es precisamente la más común entre los bogotanos nacidos y adoptados por la ciudad. No me quiero imaginar cuántos incidentes se van a presentar cuando las mujeres sabedoras de su derecho para ocupar las sillas rojas en hora pico le hagan el reclamo a los hombres que se nieguen a cederlas y la autoridad simplemente les diga que no pueden hacer nada porque eso es voluntario. Adivinen quién va a salir perdiendo otra vez. Algo tengo claro, y es que ni los concejales ni las concejalas usan Transmilenio a no ser que estén en campaña. Y seguramente los que sí lo usan votaron esta medida negativamente.

Las medidas orientadas a la protección de los derechos de las mujeres y para salvaguardar su dignidad, integridad y vida deben ser reales y efectivas. No contentillos vacíos de resultados en la realidad. ¿De verdad un juez cree que por incluir en el eslogan de Bogotá la palabra “todas” su realidad va a cambiar? La visibilidad de un género no está en incluirlas en un eslogan mucho menos cuando desde el punto de vista formal la discusión ya está zanjada por la autoridad competente que es la Real Academia de la Lengua Española que tiene jurisdicción en Colombia gracias el Instituto Caro y Cuervo que la representa. La RAE manifiesta que no es necesario forzar las estructuras gramaticales para lograr la inclusión y que hay otras formas también verbales de lograr tal inclusión. Pero no quiero detenerme ahí. Igual, ya está dicho que la RAE es machista, entonces, para qué discutir.

El punto que quiero evidenciar es que mientras a Gabriela la decapitan, a Rosa Elvira la empalan y a Johanna le dan un balazo, nos distraemos en discusiones que resultan insuficientes e innecesarias.

Considero que es más importante garantizar la integridad, dignidad y vida a las mujeres que incluirlas en un eslogan mentiroso. Creo que se pierde tiempo valioso en discusiones bizantinas frente a un idioma que debe ser percibido como un mecanismo eficiente y económico de comunicación que por multiplicar hacia el infinito las palabras para que se sientan incluidas. Mario Jursich Durán, a quién considero una autoridad en la edición literaria, manifiesta que en los idiomas existe una fuerza llamada “elisión” que pretende hacer del idioma un instrumento más abreviado y menos alargado. A la elisión debemos la economía en el lenguaje como las abreviaciones, siglas y contracciones. Por eso creer que alargar el idioma haciéndolo “incluyente” es más un retroceso que un avance, en cualquier caso.

Hay expresiones de la lucha feminista que no comparto. Los resabios del “lenguaje incluyente”, junto con dejarse de depilar las piernas y las axilas, son los actos revolucionarios más inútiles del feminismo por dos razones: Primero, porque nada ni nadie se los impide y segundo, porque nada significativo logran para el colectivo femenino que pide a gritos soluciones definitivas frente a las agresiones infames que viven todos los días. La libertad es tan libre que quien quiera usar el lenguaje incluyente lo puede hacer. Pero imponerlo por norma habla más de un atropello para las mayorías que llevan siglos tratando de asimilar un idioma bien complejo, que de un derecho funcional que en realidad sirva a la lucha de las mujeres por vivir mejor.

Hoy recuerdo casi con gracia el reclamo enfurecido que me hacía una feminista en Twitter porque usé la palabra “hijueputas” para referirme a personas que tienen poder y abusan de él. Ella me recriminó porque estaba estigmatizando a las prostitutas y a sus hijos y yo traté de explicarle que no era el sentido que tenía mi palabra y que significaba, para mí, mala persona. La discusión continuó y yo la llamé “feminista desparchada”, porque ya explicado mi punto no creí necesario recibir más agravios de su parte. Ella me calificó de “machito calentón” por lo que consideró era mi falta de cortesía. Cuando le conté la discusión a mi esposa le halló la razón a la feminista enfurecida, me dio sus razones y las comprendí. Me dijo que yo estaba reforzando estereotipos y que al decir “hijueputa” estaba dando por sentado que tanto las putas como sus hijos tienen una connotación negativa así yo quisiera significar otra cosa. Y sí, puede ser. El asunto es que el uso adecuado del lenguaje se asimila mejor con explicaciones sesudas que con reclamos airados, de acuerdo con fundamentos basados en argumentos que con reivindicaciones que parten de entrada de la mala fe de quienes usamos una u otra palabra.

Lo que quiero evidenciar con esto es que mientras nos detenemos en la construcción del lenguaje que no es estático sino dinámico, en donde todos los días nacen y mueren palabras naturalmente por su uso o desuso, en donde al idioma subyacen miles de categorías que van desde los dialectos hasta las jergas, es inútil desgastarse en sutilezas cuando los problemas profundos, estructurales y reales de las mujeres que las están maltratando, denigrando y asesinando. El idioma tomará el rumbo que deba sin forzarlo. Se hará y se comprenderá incluyente en la medida en que asimilemos la necesidad de hacerlo incluyente porque ya se han superado problemas más graves. Por el momento, creo que es vital que todas seamos Gabriela, Luz Elvira, Johanna y todas las que han muerto víctimas de una agresión real y no porque se hayan sentido excluidas en un eslogan. Todas debemos ser ellas y me incluyo porque es allí en donde está la verdadera reivindicación de derechos de las mujeres. En que eso no vuelva a pasar con ninguna de nosotras, quienes creemos en la importancia de la mujer mucho más allá de nuestros intereses idiomáticos. Soy una más de ustedes para dar esas luchas. Pero no para irritarme porque un eslogan mentiroso e inútil agregue una palabra más.

 

There are 2 Comments

Felicitaciones por este artículo, Andrea! Te confieso que no sospechaba que escribieras asi de bien.

Andrés, muy buena Columna, me gusta su forma de escribir, abierta y escueta. Me da gusto pertenecer como Columnista a esta gran Revista que ud dirige en la Redacción. Un abrazo.

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