Mié, 09/18/2019 - 10:41
Foto: Casablanca (Michael Curtiz, 1942)

Todo pasa por las palabras

Se miran por primera vez y esa mirada los transforma: a partir de esa mirada ya no volverán a ser iguales, aunque sus cuerpos sean los mismos, aunque sus ojos brillen con el mismo dolor de antes. Se acercan, se escuchan por primera vez y esa primera palabra se les queda para siempre. Se abrazan.

Todo pasa por las palabras. El encuentro fue por las palabras, por las cartas, por las canciones compartidas: Quiero que escuches esta canción, dijo él una vez en sus papeles llenos de letras negras demasiado repisadas, quiero que lo hagas porque esa canción me hace pensar en ti. Así construyeron su lenguaje, común, secreto, lleno de las inseguridades de ambos y de sus ternuras, de sus maneras extrañas de amar. Nunca se dijeron te amo porque todo lo demás valía más: las canciones mutuas, los libros que hacían tan pesados los sobres, los poemas improvisados en una tarde en un café, él en una ciudad y ella en otra. La correspondencia, las palabras, los días de espera. Todo eso valía más que dos palabras que estaban en todas las cartas de amor, en todos los manuales para amar. Valían más las palabras de ambos: las publicadas y las secretas. Valía más esa primera carta, la esperanza vana de un escritor sin publicar que le envió una carta a ella, que tenía ya una carrera a cuestas y que recibía otras cartas que se quedaban sin abrir. Valía más ese signo en la caligrafía del sobre que la hizo abrirlo y encontrar solo tres palabras: Gracias por escribir. Valía más la primera respuesta, que pesó como un ladrillo cuando la recibió en su buzón, y le hizo retumbar la cabeza cuando la abrió. Gracias por leer, decía.

Desde ese día, todo fueron palabras. Él le envió fragmentos de sus historias huérfanas y ella, otros de las historias que no publicaba. Luego vinieron otras cartas que hablaban de las rutinas, de las luchas, de los temores, de los odios. Luego vinieron los libros, las canciones y todo eso importaba más que dos palabras.

En una carta cualquiera ella le habló de su viaje. Era un viaje lleno de papeles, de sellos y de formalidades. Él respondió que iría y dejó de fumar durante semanas para poder estar, como había leído en el librito de un disco de tango que hacían los trabajadores de los puertos hacía muchos años. Quiso escribirle y no pudo. Lloró en silencio y luego se plantó en la esquina una hora antes del encuentro a ver la ciudad pasar, con el ansia en la lengua y el dolor en el alma, porque era posible que no ella viniera, pero la ve llegar: ve sus pasos por primera vez, su forma de caminar. Sabe que nunca volverá a verla de la misma manera, y recuerda la primera mirada de la que habla un escritor. Luego, hablan y caminan horas, hasta estar lejos y perdidos.

No llegan los besos que se prometieron en las cartas, ni las caricias. Sus dedos no tocan el rostro de ella; ella no se atreve a rozar los dedos de las manos de él. Se transforman, se amoldan, se miran una y otra vez, escapan o quieren escapar y volver a las palabras. La tarde pasa y vuelven al silencio, al papel, a la tinta, a los sobres. Él vuelve a llenar hojas con sus letras negras. Ella no vuelve a escribirle.  

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