Dom, 08/29/2021 - 09:04

Zeta no es la última, ni la primera, o tal vez sí

Suele suceder que mientras escribimos algo, y me refiero a los que escribimos el mundo, y sobre todo a los que, como yo, nada los sacia, llega un momento en que se nos acaban las palabras y, poco después, las letras para luego, y en ocasiones para siempre, quedar sumidos en una especie de fango silencioso, un universo derretido alrededor de nosotros y que no deja que nos movamos a gusto.

Y, cuando llega ese temido momento, ese tan temido instante, también es común que culpemos a otras personas y al mundo mismo por lo que no nos culparíamos ni muertos o a punto de morir, es apenas natural, además, que señalemos a aquel que, en ese momento, tiene las llaves de las compuertas que dejaron escapar a esa masa negra y disforme. Pasa todo el tiempo, y aquí no me dejarán mentir los compañeros de lucha, y los espectadores del circo mucho menos, pasa cuando menos lo esperamos, como la escritura misma y la vida en todas sus formas. Algo así como con la imaginación, pero necesitaríamos una vida entera para poder explicarlo, así que mejor me callo ya, o por lo menos antes de que ya no haya remedio.

Me acaba de suceder, y fue por lo que vine a contar esto, justo cuando estaba por terminar de escribir mi obra maestra, esa misma a la que le he dedicado las tres últimas décadas con todos sus instantes incluidos, por lo que me disculpo con todos los actores en mi vida durante esa guerra, porque ya se sabrán incluidos en ella. Pero no entré en pánico, hay que decir también, porque el pánico no sirve para salir sino para entrar, nada más pensé que, por más que fuera mi gran obra, y lo mejor que podría llegar a hacer, podría venir cualquier otro y convertirla en algo innecesario, como todo lo que hace y ha hecho la humanidad desde que existe, incluidas estas palabras, por supuesto. Lo que pasó fue que, faltando algunas pocas palabras, en ese justo momento cuando sentimos que ya tenemos la victoria en las manos, todo se esfumó, como si de un sueño se tratara. Sentí como si hubiera llegado al final de mi vida y, de la nada, todo el camino que mis pies dibujaron, queriendo o sin querer, se cubriera con la veloz hierba del olvido y nada quedara de lo que todavía era y estaba a punto de dejar de ser.

Y sí, respetados asistentes a esta conversación, presenciales y virtuales, sincrónicos y asincrónicos, reales e imaginarios, voluntarios y obtenidos por medios fraudulentos, si regresamos a la idea sobre el fin del mundo, luego de que se acaban las palabras, las letras y hasta los silencios, queda todo por descubrir, o, mejor dicho, mejor inventando, queda todo por imaginar, pero dejémoslo entonces para un siguiente encuentro entre nosotros, o uno entre nuestros herederos, a ver si el tiempo y los finales hacen su trabajo y no nos hace extendernos como líquidos pegajosos, hasta que ya no queda nada limpio, para decir que desde el principio estaba todo claro y que el final hubiera podido evitarse.

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