Mar, 06/23/2020 - 08:07

Avenida Zero- Hollywood puede esperar

Nostalgia en mi sangre.

"Nadie vive de nostalgia. Es un alimento delicado; en buena dosis resulta maravilloso, si comés mucho te vas a la tumba, morís de pena". Jorge Barraza.

Soy otra persona desde que me sacaron tres tumores del Páncreas: Uno gigante y dos pequeños. Estoy como si a este bus le hubieran cambiado el motor dañado por uno bueno. Sin embargo, también estoy muy nervioso porque ahora, por fin, iré a la clínica Colombia a recoger el resultado de la biopsia y luego a cita con el doctor Padrón, el inmenso cirujano costeño que me operó hace tres meses y a quien el Martes pasado le cumplí al mandarle por e-mail la historia de mi Hipoglicemia. Él quiere que se publique en una revista internacional de medicina. Al fin y al cabo mi caso sólo le pasa a uno en un millón de humanos. 

Soy otro. Ya no soy hipoglicémico. Ni engañosamente depresivo. Ya no oigo pitos en los oídos. Ni siento que el piso se hunde. Ya no sufro de vértigo. Ni tengo convulsiones. Ya no bebo alcohol. Ni fumo cigarrillo. Como desde los once años, así jugara en Millonarios hasta los diecinueve y llegara a ser selección Colombia juvenil, cuando una bolita benigna en mi testículo izquierdo me sacó de las canchas de fútbol, que, junto a una mujer bella y desnuda que lo quiera a uno, son lo mejor de esta vida.

Aunque reconozco que soy esencialmente nostálgico, la cerveza y la mentirosa sensación de infinita melancolía me estaban ganando la batalla. Desde que terminamos con Alba, hace casi tres años, luego de un noviazgo-matrimonio de trece, en muchas ocasiones tomé hasta tres veces por semana y terminé, destrozado por los guayabos, en Urgencias de la clínica o el hospital que estuvieran más cerca del lugar donde amanecía. 

Podía beber un lunes o cualquier día. Para mí era difícil parar después de la primera cerveza. Sentía que me iba borracho y casi inconsciente dentro de un túnel sin fondo y con luces intermitentes. 

Tomaba porque mis padres no tuvieron padres. Porque se separaron cuando yo tenía diez años y me tocó dejar a mi papito, la Escuela de Fútbol, las novias, los amigos, el calor y los árboles de mi pequeña Cúcuta. 

Bebía porque mi papá ha vivido solo hace veintiún años. Porque el tercer piso me ahorcaba y yo todavía vivía con mi mamá acá en esta Bogotá inmensa e inhumana. Porque no he tenido un hijo, así no haya querido tener hijos.   

AVENIDA ZERO 

"¡Amor, deliciosa mentira, áspero amor, retorna, ven!". León De Greiff

Alba, de veintinueve años, cabello crespo y negro, piel trigueña, bien maquillada, bella, botas rojas de tacón, falda azul eléctrico, chaqueta roja de cuero barato, pone flores sobre una tumba del Cementerio Central de Bogotá. Parece rezar, por el movimiento de sus labios. Hay una foto sobre la tumba: La foto de su padre. Ella lleva un bolso de cuero rojo y una maleta gris de rueditas. Ahora está en silencio.  

Pone una flor sobre la tumba, acomoda la foto de su padre y le dice - Ya sé lo que vas a decirme, papá... Alba hace una pausa y sigue hablando: - No me digas que no me vaya... No, no te voy a abandonar... Si me va bien me voy a demorar un poco... Y si no, regreso en seis meses, papá... Pero nunca voy a dejar de rezar por ti. 

Alba se persigna, parece rezar algo en voz baja, vuelve a acomodar las flores y se despide de la tumba de su padre. Limpia la foto y le da un beso a la imagen. Comienza a abandonar el cementerio rumbo a la Avenida Zero. Arrastra la maleta. 

Sale hacia una esquina para poder cruzar, cuando el semáforo cambie. Sobre la entrada del cementerio está la leyenda "Expectamus resurrectionem mortum". Hay vendedores de flores y películas piratas. La gran Avenida está inundada de carros, pitos, humo y frenazos. Mucha gente desciende de las buses.

Alba cruza la Avenida de sur a norte. Las ruedas de su maleta se atascan entre las grietas del pavimento. Esto pasa tres veces. Logra cruzar. Camina un poco por el andén, volviendo la vista atrás y haciendo fuerza para arrastrar la maleta. Aletea. Intenta parar un taxi amarillo. Ninguno se detiene. Pitos. Sinfonía de tráfico lento.

Un reloj de la Avenida marca las cuatro y quince minutos de la tarde. 

En el costado sur de la Avenida Zero, a la entrada del cementerio, un bus se detiene. Humo. Pitos. En medio de la nube de monóxido de carbono, se bajan varios pasajeros, entre ellos Juan, de treinta y un años, pelo negro y crespo y labios siempre a punto de esbozar una sonrisa. Lleva un teclado sobre el pecho, marca Yamaha. Usa jeans, chaqueta de cuero beige gastado y tenis. Camina por donde antes caminó Alba. Le arranca notas al teclado. Suena una melodía de Sentirse Bien de Chuck Mangione, que se impone sobre la sinfonía de ruidos. Algunas muchachas lo miran y él les sonríe.   

NOSTALGIA EN MI SANGRE

Yo tomaba alcohol porque Colombia y el mundo están llenos de pobres y teléfonos inteligentes. Porque no he tenido un trabajo con ingreso constante. 

Bebí, por ejemplo, porque me despedí de una "amiga" puta que me robó trescientos mil pesos y no me dejó dormir de día en el viejo y destartalado motel de don Constantino, donde viví tres meses con Yanina. 

- No es posible. ¿Esa es Alba?. Sí. Es ella. ¿Y no estaba en España estudiando actuación?. ¿Qué estaría haciendo en el Cementerio Central?. Se me va a salir el corazón en esta Avenida Zero. Como que no me quiere ni ver, ni saludar. Pero la voy a alcanzar.

AVENIDA ZERO

En el costado norte de la Avenida Zero, Alba recibe una llamada en su celular rosado, tipo Hello Kitty. El móvil suena tres veces. La melodía del celular es un flamenco español. Mete la mano en el bolso para sacar el aparato. Allí, junto al celular, están su pasaporte, un kit de maquillaje, un papel doblado, un cepillo para el pelo y una billetera de cuero rosada. 

Al fondo, Juan sigue mirando a Alba. Ella, que no se da cuenta, sí contesta brava su celular: - Ya voy para el aeropuerto, Johnny... Ay... Deje la intensidad... No me acose... Sí, sí... Estoy aquí en la Avenida Zero... Lo que pasa es que no hay taxis. ¿Qué quiere que haga?... Sí, sí... Pero todavía es temprano. Ya voy para allá. No se afane.   

Alba pregunta y sonríe: - Juan, estás muy delgado. ¿Sigues bebiendo, siendo hipocondriaco y escribiendo?. En muchos guayabos tenías que ir a urgencias de algún hospital. Sentías que el corazón se te iba a salir. Te ponías muy deprimido. Sentías que te ibas a morir. Muchas veces no te alegraban ni las buenas noticias. Por ejemplo, cuando metías goles y ganabas partidos con Millonarios; o cuando te llamaron a la selección Colombia Juvenil de fútbol; o cuando Carmen Balcells te mandó una carta desde Barcelona, elogiando tu libro de poemas Treinta Poemas Sobre el Desamor y pidiéndote una obra de narrativa. Pero bueno, acá estás bien. 

Juan responde serio: - Estoy pesando setenta y seis  kilos. Como mido uno ochenta y cuatro, estoy ocho kilos por debajo de lo que debería pesar. Dejé el alcohol totalmente. Ahora sí visité la muerte en un coma hipoglicémico. Llegué a tener el azúcar en treinta y pico y mi cerebro casi se muere. El diez de Mayo pasado me sacaron unos tumores del páncreas. Estuve hospitalizado treinta y tres días. Ya no creo estar enfermo. La hipoglicemia era lo que me hacía sentir ido y mal. Estoy escribiendo la novela, que se llama Avenida Zero - Hollywood Puede Esperar.

Alba se emociona y dice: - Me alegra mucho.

Juan habla preocupado: - Pero esta tarde debo ir a recoger el resultado de la biopsia.

Alba abre los ojos y agarra duro de la mano a Juan, dándole seguridad y ánimo.

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