Porque las mujeres que tenemos más de un número 40, 41, 42 o en mi caso 43… no existimos. Somos pies pegados a mujeres, especímenes con la habilidad de caer de pie cual gato. Ains… he perdido la cuenta de la cantidad de veces que he escuchado eso.
He tenido un número 42/43 desde la tierna edad de 15 años. Así, desde mi adolescencia la sección de zapatos de mujer ha sido algo que ni he mirado. Al principio recuerdo las visitas a las zapaterías, con dependientas que te miraban raro (ahora entiendo al ornitorrinco cuando fue encontrado por primera vez, por aquel inglés) y al ver que el tamaño del culo tampoco era el normal, intentaban encorsetarte el zapato o la bota porque claro está no te entraba por tener el pie ancho. Entonces las miraba con cara de pena, intentando razonar que la cuestión no era el ancho, era que mis dedos apiñados necesitan respirar cada uno en su espacio personal. Tras desistir de encontrar algo en zapaterías al uso, acabas en tiendas especializadas y descubres que por un precio digno de los pies de una princesa (ahora me cuadra el cuento de la cenicienta, tenía mínimo un 43), puedes encontrar zapatos que podría llevar cualquier día una nodriza inglesa de esas arcanas. No, eran feos con narices, o incomodos de narices… o ambas.
Tras años investigando en el mundo de los zapatos me rendí a la sección varonil, que finalmente no estaba tan mal. Los zapatos masculinos me acabaron gustando más que los femeninos, pese a que a veces algún modelito me ponía ojitos. Pero tanto el modelito como yo sabíamos que lo nuestro era imposible.
El llamémosle “problema” apareció en la vida adulta, con los actos sociales donde había que ir arreglada. Al principio intentas encajar, pero tras un dolor de pies inclemente decidí que prefería mil miradas a estar incomoda. Y fue así y no de otra manera como acabé en mi propia boda siendo totalmente feliz calzando zapato plano, que aunque no lo parecía era de hombre. Me salté todo lo impuesto, incluso la obligación de ser mujer y tener un pie moderado.
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