Cuando nos veíamos, saludaba con un chiste viejo y malo.
“Cómo le parece que un día un señor le dijo a la esposa: oye, me contaron que usted me está engañando con un policía. Y la vieja le respondió: “negativo civil”. Otro día decía: “Cómo le parece que un amigo aprendió karate y se suicidó cuando se persignó”.
Cuando empezaba con su frase “cómo le parece”, era porque venía un gracejo después.
Era pensionado del Banco Agrario, institución con el cual recorrió gran parte del país. Conocía dónde preparaban la mejor cabeza de gato, las empanadas de pipián, los mejores jugos de uva, chamba o mamey. Aseguraba que cerca a la base aérea de Cali hacían el verdadero champús con hoja de naranja. Sostenía que la mamona de Villavicencio la cocían con su jugo cerca de la plaza de mercado. Era un experto en sabores criollos nacionales.
Vivía solo, pero dos veces a la semana una señora le limpiaba el apartamento. Aprovechaba para salir a Juan Valdez. Tenía dos o tres amigos a los cuales les contaba aspectos de sus viajes por las veredas colombianas. Nadie le ganaba en temas de historia. Se acordaba de nombres de ministros y de directores de diversos institutos. Era un Google en temas de tierras.
Contaba que tenía tres hijos, que laboraban en ministerios y dictaban clases. Se llenaba de vanidad cuando hablaba de ellos y mostraba unas fotos de sus nietas. Un domingo estaba feliz porque iría a un parque con una de ellas. Lo llevaron unas tres veces. “Es que, a mi edad, ellas creen que el viento me hace daño y me produce gripa. Prefieren verme en el apartamento”.
Un sábado lo vi muy elegante caminando por el Centro Comercial. Serían las 10 de la mañana y era la primera vez que estaba de corbata. Era una chalina brillante, atractiva, con pintas rojas. Me extrañó verlo así. Le pregunté por el atuendo. “Hoy vienen mis hijos, me invitaron a almorzar y entonces me arreglé tempranito”. Tomamos tinto y capuchino con leche deslactosada, nos reímos de medio mundo, nos enteramos de los últimos chismes del barrio, pero lo dejé hacia las once.
A la una volví a pasar por el Centro Comercial y estaba allí, solo. “¿Qué pasó?”, le pegunté. “No lo sé. Se demoran. Deben de estar ocupados”.
A las tres de la tarde fui por mi capuchino y ahí estaba, en un rincón de la cafetería, solo. “¿Por qué no va a almorzar?”, le pregunté. “Yo los espero otro ratico”, me contestó. “Pero voy a comerme una torta, porque estoy cansado de tanto tinto”.
Esa tarde volvió a perder Santa Fe y a las seis busqué una cerveza para el despecho. Por la calle venía don Rafael, solo, caminando lento, con la corbata en la mano. Me vio, pero no me dijo: “Cómo le parece”, sino “No vinieron, me dejaron vestido, ni me llamaron”. Lo noté acongojado.
Nos seguimos viendo, pero ya no íbamos a la cafetería. Una operación en un pulmón lo privó totalmente de salir a la calle. La enfermera me pedía algún favor como comprarle una fruta o pagarle un recibo de servicios públicos.
Un sábado, muy temprano, lo vi partir para el ancianato. No quería salir de su apartamento, pero obedeció. Subió lentamente al taxi. Cuando llevaba unos diez metros sacó la mano por la ventana y me dijo adiós. Fue la última vez que lo vi. Se iba el amigo de los chistes.
Tres meses después, unos señores peleaban por unas sillas y un televisor. Dos señoras discutían por una nevera y una lavadora. Los hijos de las parejas alegaban por otros electrodomésticos. Trompada va, trompada viene. Mechones que vuelan. Groserías a diestra y siniestra. Le pregunté al portero sobre lo que sucedía: “Esta mañana falleció don Rafael y los hijos vinieron por sus cosas”.
En minutos desocuparon el apartamento. Se subieron a los camiones y emprendieron veloz carrera. En la escalera quedó abandonada la corbata, la del almuerzo. Era el grato recuerdo de don Rafael. Dios lo tenga en su gloria.
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